Opinión | Con la venia
De la vejez y sus desconciertos
Para la especie humana, que me acoge todavía hoy, las conquistas o la ausencia de ellas ya se han consumido
Tengo 76 años, y no son pocos. A estas alturas el tiempo, con una cadencia desconocida por mí hasta ahora , se empeña en transcurrir sin contemplaciones de clase alguna. El tiempo y los espejos rotos de tanto usarlos se han ido convirtiendo en eficientes verdugos de la diaria masacre que reflejan sin apenas protesta relevante. Nuestros hijos e hijas tienen algún rasgo en común que es posible desentrañar desde la atalaya de nuestra vejez. Así, por ejemplo, todos ellos tienen una cierta incapacidad para relacionarse en su forma más primaria con el resto de la humanidad; es decir, con todos aquellos que no son semejantes en los códigos y actitudes hábitos y costumbres adquiridas en su generación. Pero al rechazar las reglas e ideas heredadas de las generaciones precedentes, las de sus abuelos, éstos, llevándoles la contraria, ayudan decisivamente a su proceso de maduración y autoafirmación frente al resto del mundo. Siempre ha sido y hemos sido así, unos y otros. No sabemos qué infinita vez grabamos, a lo largo de todos los siglos, en piedra nuestras pasiones y nuestros deseos. Llegada esta etapa vamos siendo presa fácil de un extraño confort que sobrevive, aun en medio de la más clamorosa de las disputas. Y no pasa nada. A veces, sorprendentemente, aún podemos celebrar con la alegría de los años de estreno unos versos anónimos escritos, el agua de un río donde otros –nuestros abuelos quizá– vivieron en paz y en armonía con la naturaleza.
Recuerdo y acepto con ternura el pasado que tal vez nunca existió. Asimismo, asumo con naturalidad la estúpida equivocación de considerar el legado de nuestra madurez, algo así como un patrimonio de la humanidad, intangible pero cierto, cuando en realidad nuestra biografía no es otra cosa que la constatación del escaso éxito de nuestros sueños. Generación tras generación, nuestros antepasados han ido combatiendo el efímero suceder de su historia y su tiempo y han sabido hacer frente a tanta cotidiana tragedia. No hemos tenido ocasión –en apenas dos millones de años– de fijar nuestra impronta en el código genético de nuestra memoria, ni tampoco hemos aprendido de las viejas hogueras que se remontan y apelan a nuestra condición de homínidos poco evolucionados.
A mi edad empiezan a escasear las muletillas en las que apoyar nuestros desconciertos. Somos los hombres primitivos que han descubierto la infinita capacidad de destrucción masiva de una quijada de vaca ya mineralizada. Para la especie humana, que me acoge todavía hoy, las conquistas o la ausencia de ellas ya se han consumido. Los honores y los grilletes han tenido su hora. Los amores y desamores se han convertido en leyendas o pesadillas. La vida ya ha sido, y sólo le falta ir templando una airosa despedida. En los últimos siglos, los funestos avances de la Medicina y los descubrimientos de la higiene la templanza y el ejercicio físico han hecho crecer de manera escandalosa las expectativas de vida: una vida nueva, personalizada, con reglas que poco deben a su ancestral pasado y en la que no sirve el piloto automático, sino la destreza para sortear huracanes y encontrar bellos paisajes. Hemos encontrado nuevas habilidades y nuevas capacidades. Somos una nueva raza, la de las personas «viejas» que se atreven a dejar de mirar al pasado y asumir que es preciso evitar la pesadez de prolongar el presente más allá de lo sensato.
Aquellos nuevos ciudadanos empeñados en prolongar indefinidamente los atributos de la juventud perdida que no se atrevan a asumir su nueva condición de «personas viejas» lo pagarán con un lento agotamiento de su alma que ya nadie querrá rescatar. La vida que puede aparecer en cualquier momento debería ser aceptada con sosiego libertario, con alegría descarada, con énfasis, pues es el tiempo de comprender que no llevamos otras cadenas que las que elegimos. Y asumir que ser libres no tiene más riesgos ni peores que ser siervos y que mirar de frente es uno de esos lujos que nos permitimos tener, como el de inventar cada mañana la realidad que de verdad nos importa. En suma, debemos saber que en el instante cruzar la puerta de casa nos espera todavía un curioso mundo exterior, lleno de sinsabores y, sin embargo, tan lleno de nuevas libertades.
Suscríbete para seguir leyendo
- Un vecino de Zuera que sufre cáncer terminal: 'Llevo casi dos años esperando la incapacidad
- Sergio vuelve al Hospital Miguel Servet en su primer día de servicio tras superar un tumor cerebral: 'Gracias a vosotros puedo volver a vestir mi uniforme
- Condenado el Ayuntamiento de Zaragoza a pagar 75.000 euros por no actuar a tiempo en un caso de conflictividad laboral
- La inesperada despedida de Manu en Pasapalabra tras su sufrida derrota en el rosco: 'Me ha cambiado por completo
- El amargo final de Nieto
- El inicio de la desbandada en la Ciudad Deportiva: el juvenil Dani Cantero, cerca del Villarreal
- Albert Rivera critica en Zaragoza el salario mínimo y el subsidio de paro: “El Estado crea ciudadanos dependientes”
- Tres grandes cárnicas, Vall Companys, Incarlopsa y Cañigueral, se alían para comprar el 100% de la neerlandesa Inga Food