Opinión | EL MIRADOR

La metafísica en la imagen

Sin pretender ahondar en profundos pensamientos sobre lo que es el significado de la imagen, lo que nos proporciona recibida o simbolizada en la mente está lleno de posibilidades que tienen difíciles semánticas de conciliar. El objetivo de la representación de la idea no es nada menos que mostrar de forma abreviada la imagen del mundo, venía a decir Walter Benjamín, filósofo, pensador..., uno de los grandes teóricos de la modernidad. A través de los siglos las imágenes se han posicionado como elemento central de la comunicación, de la cultura desarrollada en las sociedades en las que vivimos. La conformación de la imagen en el arte se resuelve cuando la idea se ha posicionado, previamente, para lograr el objetivo de su significado, suele ser el planteamiento de quien propone la comprensión de su amplitud filosófica. Interpretar el concepto de la imagen viene a ser una amplia reflexión de heterogeneidades construidas para conseguir una integración (con más dificultad que una disciplina hermenéutica), puesto que el lenguaje puede conducir a desenlaces diferentes e interminables. En el caso de la ciencia, la investigación de la imagen entra en un lenguaje de razonamiento gráfico, en el que los diagramas vienen a ser la base más importante para percibir el resultado de la experiencia o de la aculturación, dos elementos fundamentales para proseguir ampliando conocimientos. James Elkins lo tiene muy presente cuando en su erudición distingue tres elementos: los estudios culturales, la cultura visual y los estudios visuales. Estos se ampliaron en los años setenta hacia estudios y disciplinas como la antropología, la sociología, el periodismo, la historia y la crítica de arte..., todo ello laboriosamente calculado desde un punto de vista de crítica social y política.

Una de las retóricas comunes de la imagen es que se mantiene como elemento central de comunicación. El simbolismo juega un papel importante en las construcciones cuando se pretende que lleguen a ser un icono, para ello el diseño ha de estar basado en el oficio talentoso y creador para conseguir una valiosa arquitectura en un edificio representativo, un símbolo con variadas acepciones, sin olvidar el fin específico: el cumplimiento de las necesidades sociales y humanas. En muchos países del mundo, las figuras arquitectónicas que se desarrollaron como símbolos, suelen tener variadas designaciones, dependen de los lugares en donde se ubican, como suelen ser los distritos financieros, un lugar propicio para construir rascacielos como el Commerzbank Tower de 259 metros diseñado por Norman Foster. Si nos vamos al distrito más icónico de Nueva York, llegaremos a Manhattan. Quién no recuerda el Chrysler o el Empire State. Es evidente que para que un edificio llegue a la categoría de emblemático ha de destacar por su singularidad en el diseño, altura y función del uso, además de asombrar e interaccionar con su entorno. Las razones estéticas son la base de la identidad. En estos días se está hablando de la Torre del Agua ubicada en el recinto de Ranillas de Zaragoza, una torre que se construyó con la esperanza de ser un edificio simbólico, tal fue su diseño que no dio pie para llegar a lo que se pretendía. Después de diecisiete años de su construcción, en el Gobierno de Aragón se están apretado los machos para convertirla en el «faro de la logística del mundo (¡claro!, es una torre abreviada según diría el filósofo Benjamín) y un referente de energía y agua». ¿En serio?, ¡fantástico!, porque además hay programados muchos más usos. El presupuesto de estos logros va a ser torero, es decir valiente. Me lo imagino viéndola desde el avión de vuelta de un viaje y ver esa torre llena de luz , para decir ya estamos en Zaragoza, ¿se lo imaginan? Salvo que haya otra caída de energía, renovable o no.

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