Opinión
Motivar para motivarnos
El alumnado no necesita solo incentivos, necesita seguridad, confianza y sentido, en definitiva, comprensión y esfuerzo
Hablar de motivación en educación es casi un acto reflejo. Se repite en claustros, en documentos oficiales, en informes psicopedagógicos y a los docentes se nos ha dicho una y mil veces que debemos motivar al alumno. Ojalá, se nos hubiese repetido tantas veces que debemos seguir enseñando. Pero ¿sabemos realmente de qué hablamos cuando decimos que un alumno «no está motivado»? ¿O que «hay que motivarles»? ¿Motivar con qué? ¿Con juegos, con premios, con vídeos en TikTok? ¿No será que confundimos motivación con entretenimiento o afinidad?
La motivación no es sinónimo de gusto ni de diversión. Desde el punto de vista científico, motivar implica activar, dirigir y mantener la conducta hacia una meta. Es decir: la motivación es una fuerza interna que nos impulsa a actuar, no una emoción pasajera ni una técnica didáctica más. El motivo, del latín tardío motivus, «que mueve», es aquello que nos pone en marcha. Y esa puesta en marcha depende de múltiples factores, entre ellos las expectativas de éxito y el valor que otorgamos a la tarea, pero también del compromiso con nuestras acciones.
Pongamos un ejemplo sencillo: un adolescente puede esforzarse mucho para aprobar matemáticas no porque le encanten, ni porque sean su centro de interés, sino porque desea estudiar una carrera que exige una buena nota. ¿Está motivado? Sin duda. ¿Por gusto? No necesariamente. Lo que ha construido es una meta, es decir, un estado futuro deseado que da sentido a su presente. Y esa meta se vuelve significativa porque conecta con un proyecto personal, con un propósito.
El problema es que el sistema educativo muchas veces asume que la motivación nace sola, o que puede forzarse desde fuera. Y no. La motivación se cultiva, se educa y, por tanto, no se impone. Como nos recuerdan diferentes autores, lo que pensamos sobre nuestra capacidad de lograr algo influye directamente en nuestra persistencia. Si un alumno cree que nunca podrá aprender inglés, no lo intentará, por mucho que le pongamos canciones o apps interactivas.
No es que le falte «interés», es que le sobra desconfianza. Podemos tratar de despertar el gusto por algo en nuestros jóvenes, podemos tratar de exponerlos a diversas experiencias con el fin de ayudarles a encontrar su camino, pero lo que no podemos hacer es estar eternamente motivando su motivación para conseguir una conducta o respuesta adecuada. La motivación se educa y se dirige hacia la autonomía y la autorregulación. Llegado el momento, todos debemos tomar nuestras propias decisiones.
Otro aspecto olvidado es el componente emocional. Emoción y motivación son procesos inseparables: toda meta tiene una carga afectiva, porque perseguir algo implica invertir energía emocional. Por eso, cuando hay ansiedad, miedo o apatía, la motivación se erosiona. El alumnado no necesita solo incentivos, necesita seguridad, confianza y sentido, en definitiva, comprensión y refuerzo. De ahí la importancia de climas escolares positivos y relaciones significativas entre docentes y estudiantes. No hay aprendizaje profundo sin vínculo emocional.
La buena motivación, la que realmente transforma, es autodeterminada tal y como nos indicaban Deci & Ryan. Es la que nace de la sensación de competencia, de autonomía y de pertenencia. No responde a premios ni amenazas, sino al deseo de superarse, de mejorar, de conectar con algo más grande. Debemos tener claro que no toda motivación es positiva, que también existe esa connotación negativa que nos empuja hacia la evitación y que entender la vida en clave de premio o castigo nos aleja del sano ejercicio de revisión introspectiva, de nuestro ser, de quienes somos y no de qué somos. Por eso no podemos hablar de motivar sin hablar de metas deseadas, pero reales, de autoestima, de gestión emocional, de cultura del esfuerzo y del papel del adulto como guía, no como animador.
Si queremos motivar, empecemos por motivarnos. Volvamos a preguntarnos qué sentido tiene enseñar, qué tipo de personas queremos formar y qué valores sostienen nuestra práctica. Porque solo quien tiene una meta clara puede inspirar metas en otros. Y porque la motivación auténtica, la que perdura, la que marca el camino, no es cuestión de espectáculo, de luces y artificios. La motivación es una cuestión de educación y, por tanto, educable y educada.
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