Opinión | Sala de máquinas
Los filósofos salvajes
El que para muchos fue el último de los grandes filósofos, Arthur Schopenhauer, dueño de un sistema propio, coherente, cimentado sobre la piedra angular de la voluntad, tuvo asimismo infancia, adolescencia. Bailó, leyó libros entonces «prohibidos», se enamoró de señoras que igualmente le estaban vetadas y transgredió casi todas las normas de la burguesía alemana, a la que por nacimiento y casta perteneció.
Viendo sus últimas imágenes, esos daguerrotipos que lo representan con su severa levita y su no menos severa cabeza en intelectual levitación nadie diría que fue todo «un pieza». En el fondo, ese carácter «humano» suyo, aquellos excesos juveniles o errores de juventud también nos consuelan y compensan de sus futuras asperezas e intemperancias, la del gran pensador, –pero misógino, pero solitario...–, que llegaría a ser.
Sus primeros compases vitales nos los recuerda con mucha precisión y amenidad Rudiger Safranski en Los años de la filosofía salvaje, un imprescindible volumen que el sello Tusquets reedita ahora con el mejor de los criterios, pues el ensayo sigue siendo extraordinario. Gira en torno a la vida y obra de Arthur Schopenhauer, desempeñándose a modo de biografía del filósofo, seguramente la más completa de cuantas se han escrito, y consagrando sus esfuerzos a definir y describirnos toda una época, la que arranca de los albores de la Revolución Francesa para extenderse hasta las revoluciones burguesas del siglo XIX.
Particularmente influyentes en la educación del niño Arthur serían sus padres, Heinrich y Johana. Él, un influyente comerciante que llegaría a hacer una gran fortuna. Ella, una joven y bella mujer que publicaba novelas y formaba parte del selecto grupo capitaneado por Goethe. Esas dos tendencias, tan distintas entre sí, pero tan firmemente instaladas en su entorno, obligarían de algún modo al joven Arthur a tomar partido y a elegir entre uno de esos dos caminos, el comercio o la filosofía, la economía o el pensamiento. Por suerte, elegiría este último, para filosofar, según Safranski, «salvajemente». Esto es, sin más trabas ni referencias que la naturaleza y su divina «voluntad».
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