Opinión | Tejiendo palabras

Esplendorosa primavera

No tengo datos fehacientes, pero creo que hemos tenido varios meses en los que ha habido unas lluvias y aguaceros que han empapado muy bien la tierra, fruto de ello es lo que ahora me encuentro por el campo: una esplendorosa primavera. La higuera que veo desde mi ventana se ha ido vistiendo de hojas verdes y grandes; la hiedra que cubre algunas paredes ha rejuvenecido con una tersura y un brillo indescriptible; los maceteros y arriates de muchas casas ya están floridos. Y cuando salgo del pueblo de Épila a pasear me encuentro con el fulgor de la naturaleza.

Me encanta recrear mi vista en los campos verdes del cereal, en los almendros con sus flores blancas, que son las primeras en asomarse al mundo, en los perales y manzanos ya floridos de blanco y rosado. Me atrae especialmente la geometría que trazan en el terreno las vides, haciendo gala de sus pámpanos verdes. Y en algunos campos veo que ya están recogiendo la cereza, cuyo rojo pasión entusiasma mis papilas gustativas. La vida animal también se hace presente con mayor profusión. Los conejos, una plaga de nuestro tiempo, cuando aprecian mi presencia, se paran, levantan sus orejas, y cuando estoy a una distancia de pocos metros, se echan a correr y se pierden entre la maleza. El erizo y el tejón también se dejan ver en los paseos mañaneros. Las mariposas y los abejorros no dejan de volar a mi alrededor, junto a ellos, las golondrinas, los jilgueros y gorriones cantan y vuelan como enamorados del cielo azul que nos cubre. Cuando paso por algunos regueros o por la vega del Jalón, las ranas, las lagartijas y lagartos se escurren entre los humedales.

Todo esto que acabo de describir, supone para mí evocar mi infancia, vivida en el campo, en el cortijo La Reina, el lugar donde crecí, una extensa finca de setecientas hectáreas bañada por el río Guadalquivir, muy cerca de la capital cordobesa. Allí asistí a una escuela unitaria destinada a los hijos de los jornaleros del cortijo. Todas las primaveras y la mayor parte del año eran motivo para la alegría, correteábamos los campos, la alameda, la alberca, los huertos, la orilla del río; era una infancia al aire libre, explorando regueros, senderos, almacenes, cuadras de los mulos, talleres de los tractores y maquinaria, pajares...; en nuestra infancia, nuestra vida era escuela y campo. Luego, cuando cumplíamos los doce años ya podíamos trabajar en la recogida del algodón; y a partir de los catorce ya trabajábamos en el campo casi de manera permanente, ganando unas pesetillas para el núcleo familiar.

La nostalgia surge en mí cada vez que paseo por los campos, y mi recuerdo se hace tan nítido como las emociones que se producen con todo lo que veo y oigo en ese fluir de la naturaleza. Los colores, los olores, los sonidos..., todos los sentidos se me despiertan, y la percepción que recibo se cuela por los poros de mi piel, y todo el universo que contemplo entra en esas estancias del alma que la aquietan y le producen una paz interior inefable. Hoy, cuando el mundo está tan revuelto, cuando se maltrata tanto el medio ambiente, cuando las guerras no cesan, cuando los seres humanos tienen que emigrar fuera de sus raíces, cuando la enfermedad mental nos invade, cuando tantas personas sufren, me viene a la memoria el tiempo feliz vivido, años de pobreza material, pero de una gran riqueza humana. Hoy, en este tiempo tan agitado, me siento un jubilado privilegiado: he vivido y sigo viviendo con el sueño –utópico para muchos– de buscar cada día aquello que me hace feliz.

Un paseo primaveral, la lectura de un libro, una cerveza o huevos fritos con los amigos, meterme en líos sociales y solidarios, disfrutar con mi mujer, mis hijos y mis nietas, invocar al Dios que me sostiene, recordar a mi madre difunta y a mis hermanos que los tengo lejos geográficamente, escribir y recrearme con todo lo que me sale del alma, que es el mejor lugar de inspiración para sintonizar con mi tiempo, con mi mundo, con mis congéneres, con mi imaginación, con mi libertad... todo ello con la esperanza de hacer posible la obra de arte de mi vida, un proyecto cuya belleza radica en la sencillez de un sendero por el que caminamos hacia la humanización.

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