Opinión | Sedimentos

Agravios comparativos

El derecho de la mujer al voto se alcanzó tras una lucha durísima. Fue preciso un inmenso derroche de voluntad y perseverancia por parte de unas mujeres, conocidas como sufragistas, extremadamente involucradas en conseguir el derecho a votar y ser votadas, para hacer posible un sueño hoy todavía inviable en muchos países. En España, tal derecho humano universal fue refrendado en la Constitución de 1931, ejerciéndose por primera vez en las elecciones generales de 1933; posteriormente sería anulado y definitivamente restaurado en 1966. Clara Campoamor fue la abanderada que lideró el movimiento sufragista español, en contra del criterio de muchos varones e incluso de otras destacadas feministas, como Victoria Kent, la cual se opuso aduciendo un provocativo argumento: la mujer no estaba aún plenamente capacitada para llevar a la práctica su derecho con suficiente libertad de juicio frente a la potencial coacción familiar o eclesiástica. Postulado no muy razonable, aunque la mujer, confinada en un espacio en verdad restringido, tenía gran dificultad para escapar del tradicional papel de hija, esposa y madre, tal como atestiguan las vidas y descripciones de algunas destacadas novelistas de la época: Carmen Laforet, Ana María Matute o Carmen Martín Gaite.

Sea como fuere, muchas mujeres a lo largo de las convulsas décadas del siglo pasado se vieron enzarzadas en un despiadado breñal del que no podían escapar sin múltiples laceraciones. No; en modo alguno puede compararse su férrea contienda con la de quienes ahora pretenden imponer el derecho al voto a partir de los dieciséis años, algo a lo que, en todo caso, solo puede llegarse tras una profunda reflexión, concienzudo análisis, intenso diálogo y, por encima de todo, consenso. Sin olvidar que todo derecho conlleva también responsabilidad y obligaciones inherentes.

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