Opinión | El artículo del día
Los magníficos datos históricos
Mientras gente de mi edad se prejubila para vivir una holgada segunda juventud, uno ve esa época como algo muy lejano
Mientras vuelvo (casi de noche) de mi trabajo precario (un interino lo es, por más que trabaje para la Administración) de mileurista (no todos van a ser riders, camareros y dependientas), escucho en Hora 25 de los negocios (la sección de economía del informativo nocturno de la Cadena SER) las magníficas cifras del empleo en el último mes. Y me doy con un canto en los dientes. Porque tengo 55 años, porque hace seis meses llevaba un año en el paro con un solo contrato ocasional de quince días montando expositores de cervezas en supermercados de mi ciudad y ninguna entrevista de trabajo en la memoria, por muchos currículum enviados y muchos perfiles creados en LinkedIn. También porque en cualquier momento podría volver a verme así. Antes no fue mucho mejor. Cinco años como autónomo trabajando diez horas diarias de lunes a domingo, autoprecarizándome, para pagar el alquiler de mi negocio (equivalente a mi sueldo) a unos caseros rentistas jubilados que acostumbraban a venir a visitarme para pagarles el IBI mientras me contaban lo bien que habían pasado la última quincena en su casa de la Costa Dorada.
Así son las cosas. Uno estudia (dos carreras universitarias), procura no ser muy exigente como trabajador (no quejándose si le contratan a media jornada aunque la haga completa, y no reclamando las horas extras), y aun así termina pasando largas temporadas sin trabajo. Y ve como, mientras gente de mi edad se prejubila para vivir una holgada segunda juventud, uno ve esa etapa como algo muy lejano (más allá de los setenta, para poder cotizar lo suficiente para recibir una pensión decente); también porque la ilusión, las ganas de seguir haciendo cosas y la salud lo respetan a uno lo suficiente.
Y uno escucha los datos históricos del empleo, del número de cotizantes, de la contratación de jóvenes y mujeres. Y los años que hay que remontarse para encontrar datos similares (de cuando la burbuja y todos, aunque no uno, estaban subidos en el dólar y se compraban Audis y unifamiliares a crédito como si no hubiera un mañana). En fin, uno se siente tan incompetente de emborronar las buenas cifras globales con sus malos datos personales...
Ese es el drama de mucha gente (por poca que vaya siendo y por culpables que se sientan de no saber salir de sus agujeros). Ese es uno de los orígenes de muchos de los problemas de salud mental distintos de los que acechan a milenials y centenials desubicados. De los problemas de adicciones. Mujeres y hombres de cincuenta para arriba que no saben dónde meterse, que no caben en cursos de ecommerce ni en programas para parados de larga duración, porque asumirlo es condenarse.
Porque un parado no es relevante. Y menos cuando pertenece a un colectivo menguante, pero no tanto como para desaparecer. Lo saben los partidos. Lo saben los sindicatos. Por eso no les interesa su drama ni su representación. No hay parados sindicados ni afiliados. A mí me gustaría verlos (vernos, porque siempre estamos en riesgo de volver a serlo) asociados. Reclamando a sus ayuntamientos el uso gratuito de instalaciones deportivas vacías a ciertas horas (pistas de pádel, de tenis, piscinas) solo por socializar y por alejar esos fantasmas que les (nos) terminan llevando a Salud mental o a Proyecto Hombre.
Mucha gente se ha ganado por méritos propios el lugar que ocupan como profesionales de cualquier campo. Muchos han tenido suerte en su carrera y se pudieron enganchar a algo en un momento vital que les permitió conjugar sus intereses con los de la empresa para la que empezaron a trabajar. Otros no han tenido tanta suerte y no han podido navegar en toda su vida en una barca estable. Y han ido dando giros de timón y palos de ciego con los remos. Hay gente que lo pasa todavía peor.
Por eso yo me doy con un canto en los dientes. Me alegro de mi trabajo precario de mileurista. De poder ducharme a diario con agua caliente y dormir bajo techo. De ser atendido por cuatro profesionales sanitarios a la vez en una consulta, mientras niños pierden brazos y piernas en Gaza por bombas del ejército israelí compradas a Estados Unidos o, tal vez, a empresas españolas. No puedo por menos que dar gracias y sentirme afortunado. Y después pensar si los que están por encima de mí no sienten una mínima humanidad ni una mínima empatía para sentirse como yo, para no tener que pisar a nadie para ser alguien. Para no pensar en lo que nos necesitamos aunque momentáneamente no nos hagamos falta.
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