Opinión

Invisibles

Los afectados por el desalojo de varios hostales irregulares son solo una pequeña muestra de un colectivo más amplio

El reciente desalojo de varios hostales irregulares en Zaragoza, además de descubrir que hay personas capaces abusar de la necesidad de los más vulnerables, ha puesto de manifiesto la existencia de personas trabajadoras que viven en situaciones de extrema precariedad. Las afectadas por estos desalojos son sólo una pequeña muestra de un colectivo mucho más amplio, pero invisible, porque no tiene capacidad para expresar su situación, ni tampoco quien lo haga por ellos o los represente.

No son sólo personas con trabajos precarios, por cuyos intereses velan –o han de velar– los sindicatos; ni tampoco un colectivo marginado, objeto de la preocupación de ONGs. Por eso quedan al margen de las políticas institucionales, en terreno de nadie, sin que nos acordemos de ellas, salvo, de manera fugaz, en situaciones como las que acabamos de vivir

Comparten características de los trabajadores precarios, con salarios bajos, contratos sin estabilidad y, casi siempre, trabajos penosos y poco valorados. Pero en muchas de estas personas inciden, además, características que agudizan estas dificultades, en especial su nacionalidad o el color de su piel.

Características que, por sí solas, no serían factor de exclusión social; pensemos, por ejemplo, en el ejecutivo o trabajador cualificado de alguna de las multinacionales que han anunciado inversiones multimillonarias en nuestra Comunidad, que aun siendo extranjero y sea cual sea el color de su piel, no tendría demasiadas dificultades para encontrar vivienda, o no más que cualquiera de nosotros.

Sin embargo, una persona con un salario bajo, un trabajo sin garantías de estabilidad y, además, extranjera y con rasgos diferentes a los nuestros, va a tener dificultades casi insalvables para encontrar vivienda, aunque se junten varias para compartirla y abonar la renta que se pide. Las iniciativas que las instituciones están poniendo en marcha para paliar el acuciante problema de la vivienda, pensadas, como están, para jóvenes o familias, no se ajustan a las necesidades de personas solas, con bajos ingresos, trabajos precarios y sin arraigo social.

No se puede pretender que su necesidad de alojamiento sea asumida por los servicios sociales. Ni son personas sin hogar, ni encajan en los criterios habituales de colectivos vulnerables. Son personas trabajadoras, tienen un sueldo, por lo que tampoco tienen demasiadas oportunidades de tener ayuda suficiente en el marco de los servicios sociales.

Si los servicios sociales han de dar respuesta a las necesidades de estas personas, se considera marginados a quienes no lo son, y las alternativas que se les ofrecerán pueden contribuir a que se dé el dramático paso de la pobreza y la precariedad a la exclusión social.

Los servicios sociales pueden ofrecer alternativas de urgencia cuando, como ha ocurrido estos días, de la noche a la mañana personas como éstas se ven en la calle, sin capacidad para encontrar un alojamiento alternativo. Pero convertir la urgencia en una situación prolongada y dejar que los servicios sociales se ocupen de ellas, es ineficaz y peligroso.

Por supuesto que las soluciones no son fáciles, porque son miles las personas en esta situación que requieren alternativas urgentes y adaptadas a sus necesidades, características y posibilidades. Pero es posible. Sólo hay que ver cómo se están pensando alternativas habitacionales urgentes para miles de personas extranjeras que van a venir durante un tiempo a poner en marcha algunos de los ambiciosos proyectos empresariales que se van a implantar en el entorno de Zaragoza.

Los tradicionales planes de promoción de vivienda social no se adecúan a sus necesidades. Pero instituciones y empresas están comprometidas en poner en marcha alternativas habitacionales.

Alternativas existen. El problema es que ni la sociedad ni las instituciones hemos asumido que estos trabajadores y trabajadoras de bajos salarios, empleos precarios y penosos son esenciales para nuestra sociedad y también para nuestra economía. Pero no generan conflictos ni reivindican nada. Por eso dejamos que el problema siga siendo solo suyo, y que transiten por la frágil y peligrosa frontera que separa la precariedad y la pobreza, de la exclusión social.

Si nos olvidamos de ellos, si no ponemos en marcha alternativas urgentes e imaginativas, si dejamos que se busquen la vida ellas mismas o al amparo de los servicios sociales, estamos poniéndoles en riesgo de que pasen de ser trabajadores precarios a personas en situación de exclusión social. Entonces ya no será sólo un problema de cada una de ellas, sino de todos. 

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