Opinión

¡Va por ti, maestro!

Nos vimos hace poco, unas semanas apenas. Fui a tu casa para que interpretaras una resonancia magnética que me tenía preocupada. Bastó una simple llamada para que tu contestaras, estuvieras donde estuvieras. Éramos amigos desde que caí en tus manos y me operaste de las cervicales en 2003. Me acuerdo que en tu consulta me preguntaste entonces si fumaba. Sí, le conteste. Todos los periodistas fumamos como descosidos en las redacciones de los medios. Eran otros tiempos. “Pues ahora cuando salgas tiras el paquete de Marlboro en la primera papelera que veas. En una semana te opero en el Clínico”. Sigo sin fumar desde entonces. Así era Vicente Calatayud, un gran hombre, un gran profesional de la sanidad, y desde entonces un gran amigo. Me puse en sus manos sin dudarlo. 

La última vez que nos vimos terminamos en el salón de tu casa, una vez que disipaste mis miedos al interpretar con precisión las radiografías en tu ordenador, y mandaste a la maravillosa mujer que te atendía que trajese una de las botellas de vino blanco, que guardabas en el frigorífico. “Yo ya no bebo, no puedo, pero hoy vamos a brindar los tres por ti, para que se vaya esa preocupación con la que has venido a verme hoy”, dijo con su habitual autoridad. Recuerdo sus grandes ojos explicando con precisión, de un sabio de noventa años, las imágenes de mi cerebro, que a mí no me gustaba ver. “Es que me siento como desnuda al ver mi cerebro”, me excusé, mientras Vicente soltaba una gran sonrisa de alivio para mí.

Le encontré bien, guapo, lúcido, entero, manejando el ordenador con habilidad, y su mente clara y precisa, con una memoria que para mí la quisiera. Como siempre charlamos de política. Le gustaba sacar el tema y llevarme la contraria, como no podía ser de otra manera. Teníamos opiniones deferentes, pero siempre respetábamos la conversación en un tono ameno e irónico. Vicente Calatayud, de vez en cuando, escribía en este periódico sus artículos sobre lo divino y lo humano. Se sentía útil haciéndolo y era certero en sus opiniones. Me llamaba alguna vez, y se quejaba de que no le sacaban el texto. Yo le comentaba que eran demasiado largos, y que en periodismo hay que ceñirse a los caracteres asignados, cuanto más cortos mejor, pero él solía desbordase, enfadado. Creo sinceramente que era el viejo más joven que he conocido. Por su ímpetu, su resistencia, su sabiduría y su bondad.

Esa noche cuando nos despedimos con una copa de excelente vino blanco me acerqué a su sillón donde estaba sentado, habitualmente cerca de la televisión y con un libro en la mesita junto a él, le planté un par de besos en las mejillas y me atreví a decirle en un susurro: “Te quiero, Vicente”. Me fui de su casa llena de paz.

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