Opinión | EDITORIAL

Trump, la amenaza

La situación creada por Donald Trump al enviar a Los Ángeles efectivos de la Guardia Nacional y los marines es mucho más que un conflicto institucional o choque entre el poder federal, encarnado por el presidente, y el estatal y local, que representan el gobernador de California, Gavin Newsom, y la alcaldesa de la ciudad, Karen Bass, miembros ambos del Partido Demócrata. Las herramientas elegidas por la Casa Blanca para hacer efectivas las deportaciones masivas de inmigrantes que prometió Trump y para atajar las protestas que las han sucedido son una impugnación del orden democrático, una peligrosa deriva autoritaria que carece de base legal. Las leyes de 1807 y 1878 que permiten a una autoridad federal recurrir de forma excepcional al Ejército dentro del país establecen que debe darse un estado de insurrección, algo que está lejos de ajustarse a la realidad del momento.

La medida con la que amenazó Trump a raíz de la muerte en 2020 de George Floyd a manos de la policía en Mineápolis y las protestas que la siguieron se ha hecho ahora realidad y tiene un poder desestabilizador de efectos imprevisibles en lugares como Nueva York, Chicago y Boston, de mayoría demócrata. Si durante el primer mandato de Trump las voces más comedidas de su entorno le hicieron recapacitar, ahora se han impuesto las tesis del ultra Stephen Miller, con grave erosión de los derechos humanos y de la cultura democrática.

Los medios liberales ven en el abuso de poder de Trump, proclamado por el gobernador Newsom, un escenario de tensión deseado y asumido para desviar la atención a sus crecientes dificultades para sacar adelante en el Senado un presupuesto que, contra sus promesas de inicio de mandato, provocará un aumento de la deuda. Pero alienta en cuanto está sucediendo la confirmación de una degeneración autocrática que pone en entredicho la estructura federal, el reparto de competencias y las garantías inherentes al Estado de derecho. El cruce de denuncias en los tribunales, de sustanciación a medio plazo, no es más que el reflejo de una sociedad fracturada por un ejercicio del poder imprevisible, con pulsiones totalitarias.

Los Ángeles se ha convertido en el símbolo de una crisis de valores que no ha hecho más que empezar. Es difícil esperar de Donald Trump una rectificación a tiempo que evite un contagio de la situación en otros escenarios. Por el contrario, la crisis es un instrumento eficaz para mantener movilizados a sus afectos y encubrir la realidad en otros ámbitos que le son menos propicios: la inusual guerra de los aranceles, la gestión de las crisis de Ucrania y Gaza y tantos otros. La decisión de militarizar la represión de las protestas en Los Ángeles para «restablecer el orden», según dice, forma parte de una idea del poder demasiadas veces perceptible en su primer mandato como para que ahora sorprenda, y sin duda es en la política migratoria donde es más fácil y rápido aplicarla porque los afectados en primera instancia pertenecen, en general, a los segmentos sociales más vulnerables. Trump ha empezado su mandato haciendo lo que prometió que haría, en lugar de frenarse allí donde el sentido común hacía esperar que se detendría. Pero no debería ser una sorpresa viniendo de quien, el 6 de enero de 2021, indujo a una turba a asaltar el Congreso.

Tracking Pixel Contents