Opinión | El aula del revés
¿Inteligentes o solo obedientes?
Llevamos años y años estudiando la inteligencia, incluso en los últimos tiempos se ha determinado que vivimos en el auge de esta: inteligencia artificial, inteligencia emocional, inteligencia colectiva, inteligencia financiera, inteligencia ecológica... Y, sin embargo, pocas veces nos preguntamos ¿qué es realmente la inteligencia?, ¿qué sabemos sobre ella?
Hemos tratado de medirla con test de lápiz y papel, convencidos de que resolver acertijos, realizar analogías y ordenar series numéricas era suficiente para etiquetar a una persona como brillante o mediocre. Después llegaron las nuevas teorías que nos hablan de «inteligencias», y fue entonces cuando miles de psicólogos bienintencionados declararon que bailar, dibujar o tener amigos también eran otras formas de ser inteligente. Hemos llegado al punto, en el que hoy en día, basta con que un algoritmo prediga tus compras para que lo llamemos «inteligente». Llegados a este punto, la paradoja es la siguiente: cuanto más usamos la palabra, menos parece significar.
Por supuesto, esto también asalta las aulas, donde seguimos confundiendo obediencia con inteligencia. En muchas ocasiones, solo el alumno que levanta la mano en el momento justo, copia las fórmulas al milímetro y no cuestiona nada, se lleva el reconocimiento. Mientras tanto, el que cuestiona el por qué y para qué de las cosas, es tachado de disruptivo, como si pensar fuera un acto de insubordinación. A veces me pregunto si no seguimos educando para una sociedad que valora más la docilidad que la lucidez. Pero ¿Y qué hay del pensamiento crítico? Hoy más que nunca nos encanta mencionarlo, y junto a otros términos como el de creatividad y la resolución de problemas –no sé en qué momento a alguien le pareció que esto era divisible– parece que hemos encontrado la fórmula perfecta a la «nada». Es como hablar de dietas mientras realmente estamos engullendo bollería a puñados. Fomentar el pensamiento crítico, la creatividad y la resolución de problemas exigiría, en primer lugar, aceptar que nuestros hijos nos lleven la contraria, que los estudiantes duden del libro y que los ciudadanos cuestionen a quién y cómo les gobierna. Todo esto, francamente, es demasiado incómodo para el sistema. Es más fácil crear patrones y premiar a quien los cumple que a quién los ponen en duda e incomoda.
A esto, hay que sumarle un fenómeno preocupante: el culto a la creencia sin reflexión, ni pensamiento, como muestra, por otro lado, de la ausencia real de ese pensamiento crítico del que hablábamos. En tiempos donde los algoritmos y las nuevas «inteligencias» nos sirven verdades a la carta, «creer» ha superado en importancia al «pensar». Lo que creemos se convierten en algo identitario, y todo lo demás, en amenaza. Si algo tienen en común las creencias y la inteligencia, es que ambas, son constructos artificiales que cubren la necesidad explicativa «del no saber». Por otro lado, algunos gurús nos indican que «creer es crear», yo mismo he utilizado esta frase en ocasiones –es el peligro de cruzar la línea que separa la ciencia de la divulgación–, y he de reconocer, que demasiado a la ligera, pues debemos tener cuidado con lo siguiente: creer sin cuestionar es, fabricar fantasías con apariencia de certezas. Y aquí es donde entra de lleno la «inteligencia artificial», esa nueva divinidad con voz amable, datos infinitos y aparente respuesta a todo. Le preguntamos de todo, desde cómo hacer pan con plátano hasta como redactar un currículum, o, cómo hacer un trabajo de clase. No obstante, la verdadera pregunta que debemos hacer es: ¿qué tipo de inteligencia estamos creando? Porque si educamos a las máquinas con nuestras propias limitaciones, prejuicios y superficialidades, no será inteligencia artificial lo que estemos creando, sino una estupidez automatizada con acceso a Wikipedia.
Por tanto, debemos volver al origen de todo para seguir comprendiendo y aprendiendo. Etimológicamente, «inteligencia» viene de intus legere, que significa «leer dentro». Por tanto, no se trata de acumular datos ni de resolver test, sino de comprender lo que hay detrás: de las palabras, de los gestos, de los silencios. Una persona verdaderamente inteligente no es la que lo sabe todo, sino la que sabe mirar con profundidad y actuar con sentido. Así que no, no basta con tener un alto CI ni con hablar 3 idiomas. Tampoco basta con poner «pensamiento crítico, creatividad o resolución de problemas» en una rúbrica. La inteligencia real, la de verdad, es rebelde, disruptiva, compasiva y, a menudo, incómoda. Quizás es lo que verdaderamente asuste y de ahí la tendencia a domesticar nuestra característica, aunque sofisticada, más salvaje. Pero, dejen de intentarlo, la inteligencia no se automatiza. La inteligencia no sirve para escalar en un sistema, sino para cambiarlo.
Y tal vez por eso mismo, en el actual mundo hiperconectado, lleno de datos, pantallas, reconocimiento social a través de likes, la verdadera inteligencia, la que todavía no comprendemos para qué sirve, ni dónde está, es... un verdadero acto de resistencia.
Suscríbete para seguir leyendo
- Boris Antón se despide del Santa Coloma para incorporarse al Real Zaragoza
- El bonito nombre de niña con 'z' que solo puedes escuchar en Aragón
- La bebida que hidrata más que el agua y que debes tomar en verano para calmar la sed
- Encuentran el cuerpo de una mujer en el Canal Imperial en Zaragoza
- El cadáver hallado en el Canal Imperial en Zaragoza es el de la desaparecida Genying Qiu
- Las historias detrás del drama de la vivienda: 'No puedo dormir. Ya no tengo ganas de nada
- Paralizado el desahucio de Samanta en Zaragoza: 'Mi hija se ha echado a llorar. Está muy contenta
- Rosa se despide de Pasapalabra y confiesa lo que todos esperaban: 'Me voy enamorada