Opinión | CON LA VENIA

A la búsqueda de la presunción de inocencia

La relación entre el poder ejecutivo y el judicial está en un momento delicado como consecuencia del clima social y político en el que ejercen su función

Para comprender el entusiasmo con el que cualquier ciudadano invoca la «presunción de inocencia» es preciso conocer la naturaleza jurídica de esa institución. Es, desde luego, un derecho subjetivo con rango constitucional. Y disfrutan del mismo las personas físicas o jurídicas imputadas como autores de una conducta que merece ser calificada prima facie como antijurídica, sea en el ámbito penal o administrativo. Su duración en el tiempo comienza en el momento en que la persona es denunciada y se mantiene hasta que el procedimiento en cuestión se tiene por concluido en cualquier modalidad, archivo o continuación de la causa.

En todo caso, la presunción de inocencia continúa produciendo sus efectos hasta que recae una resolución jurídica firme del procedimiento en el que, de oficio o instancia de parte, se produjo su incorporación a la vida jurídica. El final se formaliza, repito, por medio de una resolución jurídica firme, y mientras eso no sucede la presunción sigue produciendo sus efectos, consistentes en lo esencial, en tener al denunciado o imputado como inocente, mientras no se demuestre lo contrario

No puede sorprender demasiado que cualquier persona que esté relacionada con el mundo del derecho reaccione con vigor contra quienes vulneran tal presunción. Ello ocurre con mayor intensidad en el caso de los jueces y magistrados que, por razón de su oficio, tienen la obligación de tutelar los derechos de los ciudadanos concernidos. Sólo desde esta perspectiva se pueden entender, por ejemplo, hechos tan relevantes como que el conjunto de la carrera judicial reaccione por unanimidad contra quienes ponen en riesgo la vigencia de tal institución. Hace algún tiempo, jueces y magistrados entendieron que las declaraciones de María Jesús Montero, ministra del Gobierno, eran incompatibles con los principios del derecho penal. En concreto su reproche se debió a entender que esas manifestaciones sostenían que por encima de la presunción de inocencia debía situarse el valor probatorio de las declaraciones de la víctima de un delito de violencia de género.

La virulencia de la reacción judicial debe entenderse no sólo por la naturaleza jurídica de la presunción de inocencia sino –sobre todo– por ser uno de los cimientos sobre los que se asienta el derecho penal moderno. Y es que sin la presunción de inocencia dejaría de existir también el derecho constitucional a un juicio justo. Sed de Justicia que anhelamos los humanos como alimento básico de nuestra existencia. Supondría, además, la quiebra imparable del resto de derechos subjetivos que definen todo proceso sancionador en el texto constitucional.

Las relaciones entre el poder ejecutivo y el poder judicial están en un momento delicado como consecuencia del clima social y político en que ejercen su función. Los partidos políticos han caído en la trampa de politizar la justicia. Pero sería más grave aún que se pretendiese la judicialización de la política ya que produciría, caso de prosperar tal pretensión, un irresponsable deterioro de las instituciones y la desafección y desconfianza del conjunto de la ciudadanía.

Tengo la sensación que una buena parte del Gobierno cree de buena fe que los jueces han declarado la guerra a todo lo que huele a socialismo. También me consta que hay una buena parte de los jueces que creen, de buena fe, que los socialistas pretenden acabar con la independencia judicial. En ambos casos no tienen razón, aunque no estaría de más que unos y otros comprendieran la crispación que existe entre ambas instituciones, es en sí suficientemente grave. Quizá, en el proceso de recuperación de la confianza, cuando llegue el momento sería bueno que los políticos dejasen de comportarse como jueces, fiscales y policías; y que los jueces dejasen de comportarse como políticos o, al menos, como legisladores.

Aunque parezca un tema menor, cualquier progreso en este campo requiere como requisito previo recuperar la ética profesional amén de una sobredosis de «buena educación». No es razonable criticar los fenómenos de politización de la justicia, al tiempo que se está produciendo la utilización de los instrumentos jurídicos como principal herramienta de la acción política. No se puede quejar quien hace del insulto el esencial contenido de su discurso cuando se devuelve el improperio. Una batalla descarnada que se está librando en medio de un fuego cruzado que los ciudadanos ven con estupor y del que es difícil salvarse. Si cada uno de los partidos políticos elige su propio juez a quien descalificar, el resultado final no puede ser otro que el desprestigio institucional de ambos.

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