Opinión

Verano sin red

Cuando las aulas echan el cierre, miles de familias aragonesas con hijos pequeños empiezan la gymkana estival: cuadrar horarios de trabajo con los cuidados mientras el termómetro y los precios suben sin tregua. El sol cae a plomo sobre los calendarios familiares que las madres -sí, casi siempre las madres- diseñan para rellenar julio y agosto sin que salten las costuras del presupuesto ni de la paciencia. Porque, con el curso recién acabado, Zaragoza solo ofrece 4.600 plazas del programa municipal Zaragalla -público, de precios progresivos y más asequibles- frente a más de 75.000 menores escolarizados; en Teruel o Huesca la oferta pública es testimonial, apenas una anécdota.

Quien no logra plaza se aferra a los abuelos -ese escudo social para las familias, pero también para los gobiernos, pues nos solucionan la papeleta y sirven de bálsamo antes de que nos lancemos a la yugular del gobierno municipal, autonómico y estatal, ante la falta absoluta de soluciones a la necesidad de conciliación- o a los campamentos privados que cuestan ya un 5,2% más que en 2023 o, sencillamente, renuncia. Uno de cada tres hogares españoles admite que no puede permitirse ninguna actividad estival para sus hijos.

Pero pese a los eslóganes que unos y otros gobiernos esgrimen sobre cuánto apoyan a las familias, lo que de verdad necesitamos es un cambio de modelo productivo. Porque, no nos engañemos, por mucho que los centros escolares durante el curso no deban ser un «aparca niños», lo cierto es que son imprescindibles para permitir el trabajo. Y es que la conciliación, hoy en día, no deja de ser una mentira; un leitmotiv; algo a lo que aspirar. Pero no una realidad tangible.

Mientras no cambie la manera en que nuestra sociedad reparte el tiempo y el dinero entre el trabajo y los cuidados, lo más inmediato que podemos -y debemos- exigir es una red estival de servicios públicos que sostenga a nuestras criaturas sin devorar el sueldo del mes. Porque la realidad es tozuda: un campus urbano semanal en horario de 9 a 15 horas cuesta de media unos 160 euros.

Tener a los peques colocados esas seis horas para poder ir a trabajar supone 640 al mes por hijo o hija. Hagan los cálculos si son dos; hagan el viaje a la luna si son tres. Y eso sin contar el taxi de conciliación -los 30 euros extra del madrugadores, o las tardes que hay que rascar de horas sin retribuir- cuando el contrato es a jornada partida, esa reliquia española tan nuestra, que resulta imposible deshacerse de ella.

Luces esperpénticas de un modelo que presume de igualdad mientras esculpe desigualdad en piedra. Quien niegue la necesidad del feminismo miente: el 73,6% de quienes trabajan a tiempo parcial son mujeres, y el motivo mayoritario sigue siendo «cuidar a niños o mayores». Durante el verano esos porcentajes se disparan, y las mujeres hacemos aún más uso de la reducción de jornada -y también de los permisos sin sueldo-. Soluciones temporales a las necesidades familiares que ahondan en la desigualdad y que son «pan para hoy y hambre para mañana» en las pensiones femeninas.

El Ministerio de Inclusión reconoce que la pensión media de las mujeres apenas alcanza el 68,2% de la de los hombres, una brecha del 31,8% que se agranda tras cada excedencia veraniega. Si el presente ya es precario, el futuro se pinta en escala de grises.

Y así, mientras el Banco de España cifra en 2 millones de horas semanales el tiempo extra que las mujeres regalamos al Estado en forma de sistema de cuidados no retribuidos, los poderes públicos ponen parches ridículos a la brecha de las pensiones, y siguen escondiendo la cabeza, como el avestruz, con Bruselas. Y es que, pese a que las Directivas europeas dictaron mínimos claros sobre permisos retribuidos, servicios asequibles y flexibilidad horaria real, y España respondió reformando el Estatuto de los Trabajadores y dando ruedas de prensa sobre las reformas, lo cierto es que lo más necesario para las familias se ha quedado durmiendo sueño de los justos: quién no ha oído hablar sobre las famosas 8 semanas de permiso retribuido por hijo, que se prometieron hace tres años y a día de hoy todavía no existen.

La conciliación no es un lujo estival, es infraestructura democrática. Tanto como el transporte público o la sanidad. Sin ella, las madres seguimos escogiendo entre carrera o crianza; los padres corresponsables piden reducciones exóticas que su empresa mira con recelo; y los niños, que deberían descansar en verano con su familia, agotados con actividades si el bolsillo de sus padres lo permite. A ver si alguien toma en cuenta de una vez, más allá del titular, que la conciliación no es un problema privado; es un indicador de justicia social. 

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