Opinión

España e Israel

Una de las consecuencias más claras de los últimos movimientos de la diplomacia española ha sido su significación como país opositor a la escalada bélica y a las matanzas derivadas de las actuales contiendas. El genocidio ruso de inocentes ucranianos y el genocidio judío de inocentes palestinos han encontrado en nuestro gobierno un firme opositor y una voz alta y serena a la hora de exigir el cese de asesinatos de civiles -incluyendo decenas de miles de mujeres y niños-, y la reconducción de dichos conflictos hacia la paz.

De manera sorprendente, nuestro país se ha quedado prácticamente solo en dicha posición. Ni Reino Unido, Francia, Alemania o Italia, potencias con las que España comparte su tradición democrática y occidental, han condenado con suficiente contundencia la limpieza étnica que el ejército judío está llevando a cabo en Gaza con una escalofriante y desalmada planificación. No hay día que sus ejecutores no acaben con la existencia de un centenar de palestinos, la mayoría de los cuales no tiene nada que ver con Hamás ni con grupo terrorista alguno, ni ha secuestrado a ningún hebreo, ni cometido otra maldad que intentar subsistir en un territorio tratado, en primer lugar, como reserva humana, y en la fase actual de la guerra como provincia a conquistar para la expansión de Israel.

Cuyos defensores, es de admirar, abundan de tal manera y reúnen tanto poder que, gracias a sus influencias y tentáculos la opinión está, una vez más, dividida. El hecho de que el estado israelí, fundado gracias a la voluntad de Estados Unidos y Reino Unido, mantenido durante décadas por ambos ejércitos, no reble ni caiga; que ni siquiera lamente las víctimas de cooperantes internacionales, periodistas, todas esas miles de criaturas que han despezado con sus bombas y disparos, pone a cualquier persona con un mínimo de humanidad frente a un juicio tan obvio como condenatorio. No lo oímos, sin embargo, de labios de esos “grandes líderes” que rigen los destinos europeos, ni de los dos últimos Santos Pontífices, tan tibios cuando de la patria en la que Cristo fue crucificado toca referirse.

España tiene razón, pero no los medios para imponerla

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