Opinión

El testamento del conde de Aranda

El mismo día de la muerte del viejo conde de Aranda, Pedro Pablo Abarca de Bolea, en 9 de enero de 1798 se abriría su testamento, firmado unas horas antes por un agonizante conde. Y en presencia de sus cuidadores, es decir: el médico zaragozano Pedro Tomeo Arias y el cirujano epilense Bernardo Vicente Maenzo, además del notario que en estos momentos finales de Aranda siempre fue Antonio Vicente de Ezpeleta. En las disposiciones testamentarias de Aranda observamos una mezcla entre las que responden a fórmulas protocolarias según los Fueros de Aragón y las que, lógicamente, tenían un carácter más personal y privado.

La primera disposición no nos llamaría la atención si el conde no hubiera sido acusado, en diferentes momentos de su vida, de impío y ateo. Aseveración que no concuerda a la verdad, pues si bien no profesaba ostentosamente la fe católica, sí creía y la llevaba a su manera. Dicha formulación se rubrica así: encomiendo mi alma a Dios, Nuestro Señor, creador de ella y humildemente le suplico que, pues la redimió con su santísima sangre, se digne a colocarlo con sus santos en la gloria. Y en la siguiente de sus voluntades, al hilo de la anterior, ya ordena que su cuerpo sea enterrado cristianamente en el monasterio oscense de San Juan de la Peña.

El conde de Aranda también quiso que la parroquia de Épila, y de rebote la propia villa como centro neurálgico de sus posesiones en Aragón, no perdiera la relevancia otorgada en vida, y en el último adiós encargó expresamente a su esposa Pilar Silva y Palafox que los sufragios después de fallecido se hicieran en la monumental parroquia de Santa María la Mayor de Épila.

A continuación, encontramos unos mandados que los podemos encuadrar perfectamente dentro de la retórica foral aragonesa. Concretamos. El conde Abarca de Bolea desea no dejar ninguna legítima deuda sin pagar; igualmente, se confieran 10 sueldos jaqueses a cada persona de las que presumiblemente tenga algún derecho sobre sus bienes, incluyéndose tanto los inmuebles como los móviles. Y en esta misma línea nos aparece la voluntad del conde de que todos los escritos sobre distribución de sus propiedades, estando entre la documentación y firmados de su mano, pasen a formar parte del testamento legal como una cláusula más.

La condesa viuda queda instituida como única heredera universal de todo el patrimonio de su marido, pudiendo disponer del mismo a su entera voluntad y sin cortapisa alguna, exceptuando los bienes vinculados de antemano que deberían ir a quien correspondiera. Además, susodicha Pilar Silva también quedaba beneficiaria de 500.000 reales de vellón en metálico. Y, prolongando la esplendidez de Aranda, otra cantidad igual se destinaría a favor del conjunto de familiares de ambos esposos, pero no en reparto equitativo sino siempre en proporción de su significación y status social. Por lo que a los ejecutores testamentarios les aguardaba una tarea adicional de trascender la influencia y riqueza de todos los parientes del conde.

Las particularidades finales conllevan, por un lado, una gracia piadosa y solidaria con los fieles sirvientes, y, por el otro lado, el nombramiento específico de las personas de confianza que debían velar por el cumplimiento íntegro del testamento. Del primero de los caracteres responden los 100 duros de limosna, y en una sola entrega, para el Hospital de Nuestra Señora de Gracia de Zaragoza o la preocupación por tres de sus probos subordinados epilenses; en concreto del alcalde mayor, escribano del juzgado y administrador para que tengan pagada la vivienda de forma vitalicia si algún día salieran de la residencia palaciega, bien por voluntad propia o decisión ajena. Y ya del tono segundo corresponde la designación de los celadores de sus voluntades póstumas; cuya responsabilidad recaería en su mujer Pilar Silva y Palafox, el vicario general del arzobispado de Zaragoza y en el deán de la misma archidiócesis, todos ellos revestidos de la potestad necesaria para el estricto y justo cumplimiento testamentario. 

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