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Opinión | El aula del revés

‘Política sin alma: ¿quién educa al Estado?’

El constante bombardeo mediático comienza a ser algo desconcertante, todo se vende, todo se mediatiza. En concreto, la política, en su forma actual, ha dejado de ser una representación ética de la sociedad para convertirse en un espectáculo permanente, más atento a la viralidad que a la virtud. No se trata de un juicio partidista ni de señalar un caso aislado. Los escándalos se suceden sin parar a un lado y a otro, como si de una carrera de relevos se tratase. A veces, incluso llegan dimisiones forzadas en agentes de segunda fila, o aparece un séquito de contradicciones flagrantes y ataques personales que, por otro lado, son solo síntomas visibles de un fenómeno mucho más profundo: la pérdida de educación, de ética y de moral en la esfera pública.

A menudo se ha creído que la política es el reflejo de la sociedad. Pero quizás hoy debamos preguntarnos si la política no solo la refleja, sino que la moldea, la empobrece y la deseduca. Desde luego, no es el reflejo más amable de lo que somos como sociedad. La ciudadanía observa con desconcierto –y a veces con una mezcla de sarcasmo y hastío– cómo quienes deberían representar el interés común se ven atrapados en luchas mezquinas por poder, exposición o venganza. La pregunta ya no es por qué ocurren tantos escándalos, sino cómo hemos llegado a aceptar que la política puede divorciarse impunemente de la ética.

Platón advertía que una ciudad solo será justa cuando sus gobernantes sean filósofos, es decir, personas formadas, virtuosas y guiadas por el conocimiento y el bien común. No pretendía que todos los políticos fueran sabios, pero sí que el saber y la virtud fueran exigencias inseparables del liderazgo. Hoy, sin embargo, hemos invertido el paradigma: se exige astucia, carisma mediático, capacidad de resistir el escándalo... y apenas se habla de coherencia, profundidad o compromiso con la verdad.

Por otro lado, autores como Gutmann o Elster, defienden que una sociedad democrática solo puede funcionar si está educada para la deliberación moral y racional. Es decir, si formamos ciudadanos capaces de escuchar, de argumentar, de entender razones ajenas, incluso cuando no se comparten. Esta idea choca frontalmente con la política del presente, que se basa no en el diálogo, sino en la polarización, en la descalificación sistemática del otro y en la creación constante de trincheras ideológicas. ¿Cómo esperar que las personas se eduquen en la deliberación cuando la política no da ejemplo alguno de ello?

Desde la perspectiva de la comunicación política, Noam Chomsky ha denunciado cómo el lenguaje público se ha convertido en una herramienta de manipulación. Se nos entretiene con relatos polarizados que reducen el mundo a buenos y malos, «los nuestros» y «los otros», mientras se evita todo debate profundo. Esta lógica ha colonizado también la educación política de la ciudadanía, reducida a eslóganes, memes y titulares diseñados para incendiar redes, no para iluminar conciencias. Pero el problema va más allá del descrédito de la clase política. El verdadero riesgo es la normalización de la indecencia. Que insultar sea más eficaz que argumentar. Que un error ético se mida según su repercusión electoral y no por su gravedad moral. Que lo que debería ser causa de dimisión hoy sea motivo de orgullo o de «resistencia». ¿Cómo podemos formar en valores a las nuevas generaciones si los modelos públicos actúan sin vergüenza, sin pudor y, en ocasiones, sin un mínimo sentido de responsabilidad?

Desde una perspectiva educativa, esta deriva debería alarmarnos. La educación no es solo la transmisión de conocimientos, sino la construcción de ciudadanos conscientes, críticos y éticamente orientados. Pero, ¿qué ocurre cuando el ejemplo que reciben contradice de forma permanente los valores que intentamos inculcar? ¿Qué sucede cuando enseñar a respetar las normas choca con una política que premia la trampa? ¿Cómo hablar de diálogo si lo que más se escucha son gritos? Podríamos resignarnos. Podríamos repetir, como tantos otros, que «todos son iguales», que «esto siempre ha sido así», o que «no hay nada que hacer». Pero esa actitud no es solo cínica: es profundamente peligrosa. Porque la democracia, aunque imperfecta, se sostiene sobre una ética compartida y una confianza básica en que quienes nos representan lo hacen con un mínimo de honestidad, de vocación de servicio, de voluntad de mejorar lo común. Es aquí donde debemos recuperar la dimensión moral del Estado. La política no puede renunciar a ser ejemplar. No por moralismo, sino por necesidad. Una sociedad no puede sobrevivir mucho tiempo si sus líderes son incapaces de marcar horizontes. Necesitamos una política que eduque, que eleve, que inspire. Una política que recupere el valor de la palabra dada, la dignidad del adversario, la transparencia de las decisiones.

Como dijo el sabio, «cuando los ignorantes gobiernan, el pueblo sufre». Pero también decía que el pueblo tiene la responsabilidad de no ceder su poder a quienes no lo merecen. Sobre sentimentalismo electoral e ideología, podríamos hablar largo y tendido.

La política puede y debe volver a ser un lugar donde la ética y la educación se encuentren. Donde el poder no corrompa, sino que sirva. Donde los valores no sean una estrategia, sino una convicción. Y aunque el presente parezca oscuro, aún hay tiempo para recordar que lo público es, también, un bien que educa. Que cada decisión, cada gesto, cada silencio en el poder, enseña. La pregunta es: ¿qué queremos que aprenda la sociedad y qué política puede enseñarlo? n

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