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Opinión | Firma invitada

Monjas

154 años de presencia no pueden terminar solo con una placa en el ‘hall’. Merecen que el ayuntamiento les conceda la Medalla de Oro de la Ciudad

154 años de historia terminaron la semana pasada, cuando las últimas Hermanas de la Caridad de San Vicente de Paul abandonaron la Casa de Amparo en Zaragoza. Esta historia comenzó un día de marzo de 1871, cuando una comitiva de pobres, acompañados de algunos concejales y 12 monjas de La Caridad, salieron de la Casa de la Misericordia, hoy El Pignatelli y enfilaron calle Mayoral abajo, hasta la Casa de Amparo, en la calle Predicadores, junto a lo que entonces era el ayuntamiento de la ciudad.

Con la Ley de Beneficencia (1849), correspondió a la Diputación Provincial el socorro a pobres y desvalidos, por lo que la Casa de la Misericordia pasó a ser de su responsabilidad. La falta de espacio para tantos niños y niñas pobres o huérfanos, y tantos hombres y mujeres sin recursos como había en la ciudad, hizo que exigiera al ayuntamiento que se ocupara de las personas mayores, por lo que tuvo que improvisar unas instalaciones sobre los restos del antiguo convento de dominicos.

Así, desde el primer momento las monjas de La Caridad estuvieron ligadas a la Casa de Amparo. Ellas fueron responsables de su dirección y gestión hasta principios del siglo XXI, cuando asumió la dirección una funcionaria nombrada por el ayuntamiento. Aunque ellas siguieron allí, viviendo en comunidad, algunas como trabajadoras y otras, por su edad, como colaboradoras.

Ocasión habrá para hablar de esta meritoria institución que, a lo largo de siglo y medio, además de residencia de mayores, que sigue siendo, fue orfanato de niñas o alojamiento para heridos y desplazados durante la guerra. Hoy quiero centrarme en las monjas.

Tuve el privilegio de ser el segundo director funcionario de Casa Amparo. Cuando me incorporé a ese puesto, en enero de 2008, iba convencido de las dificultades a las que tendría que enfrentarme con esa comunidad de 12 monjas –curiosamente el mismo número que las que acompañaron a los primeros residentes cuando se inauguró en 1871–. Imaginaba su actitud, acostumbradas durante décadas a gobernar el centro, ante los cambios que pensaba llevar a cabo.

Pero lo que encontré allí fue una comunidad absolutamente respetuosa con la institución municipal y totalmente colaboradora con la dirección, cuyo único objetivo era hacer más agradable la vida de sus residentes.

Pronto pude constatarlo cuando se planteó un debate sobre cómo actuar ante las relaciones afectivas entre residentes. Para mi sorpresa, su actitud fue de extraordinario respeto a la libertad personal, y de comprensión y apoyo a las decisiones que se adoptaron.

Pude ver día a día su disponibilidad a estar siempre allí donde hacían falta: para reforzar la atención en el comedor, para suplir la presencia de algún trabajador donde fuera preciso, para acompañar a algún residente al médico, o para ocuparse de su velatorio. Sin exigencias, sin quejarse nunca.

Eran las primeras en participar entusiastas en cualquier sarao de los que organizábamos para alegrar la vida de los residentes. Inolvidable su participación en los encierros de San Fermín, corriendo delante de los toros (con ruedas) por los largos pasillos de la Casa o en sus patios (fuimos segunda noticia en la televisión navarra, tras el encierro de Pamplona). Recordaré siempre a algunas con traje colorista y pamela en una caravana de coches de época acompañando a los residentes, un domingo de mayo, recorriendo la ciudad. Ataviadas con un gorro o una toga en la lectura del Tenorio en Todos los Santos. Participando en La venganza de Don Mendo. O como colaboradoras necesarias en Carnaval, el día que el director se disfrazaba de cualquier personaje del centro; como cuando aparecí vestido de monja de las de antes, con toga con alas, y una ellas reaccionó y apareció vestida de su fundador, San Vicente de Paul, para amonestarme... ¡Hasta conseguí que me ayudasen a tirar petardos en las fiestas!

Guardo con cariño recuerdos y fotos en todos estos eventos, y de cuando las acompañé fervoroso en la iglesia en su renovación anual de sus votos de pobreza, castidad, obediencia y servicio a los pobres.

Nunca hubiera imaginado que me saltarían las lágrimas cuando, tras 9 años de convivencia, les anuncié en la iglesia, que me jubilaba.

Tuve el privilegio de compartir con ellas nueve de los 154 años de su trayectoria en la Casa de Amparo. Alguien debería escribir su historia, porque es la historia de esa emblemática institución. En sus archivos disfruté leyendo antiguos libros de actas y algunas de sus cartas, manuscritas, por supuesto, con esa letra pulcra que tienen las monjas; y viendo fotos entrañables que recuerdan tiempos pasados del cuidado de las personas mayores o de las niñas del orfanato.

154 años de presencia no pueden terminar sólo con una placa en el hall. Merecen algo más. Merecen que el Ayuntamiento de Zaragoza les conceda la Medalla de Oro de la Ciudad o que las distinga con el título de «hijas predilectas»; a ellas que hicieron de hijas de tantas personas mayores cuando las necesitaron; o de madres de tantas niñas sin familia.

Imagino la sorpresa de quienes me conocen, cuando vean que propongo este reconocimiento para unas monjas. Pero si las hubieran conocido, como yo, estoy seguro que estarían de acuerdo. A mi es lo que me pide el corazón. Que Dios me perdone. n

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