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Opinión

Manufactura y mercado del odio

El odio es una pasión poderosa; en dosis adecuadas y cultivado con esmero suele desencadenarse en violencia. La manipulación colectiva, probada de mil maneras en la industria de la propaganda, permite programar y conocer de antemano la conducta particular y social de las personas y hasta medir sus efectos en la dirección y los resultados buscados. Se suele citar a Goebbels como el primer especialista del asunto (Una mentira convenientemente repetida se convierte en verdad). El método se ha refinado científicamente. Ese mantra se mantiene; la repetición es imprescindible, pero el mensaje se ha sofisticado y los canales de difusión -las redes- no son ya la proclama radiofónica para toda la nación nacionalsocialista; se han diversificado, la manipulación exige un finísimo diseño.

Paradoja: para sembrar, diseñar, manufacturar y monetizar el odio, es necesario dejar el odio a un lado; pensar fríamente, sin emoción alguna que estorbe a la imaginación. Se trata de fabricar un producto. Si tengo que aparecer odiando por necesidad del guión, será ya una simulación, una técnica fríamente aprendida, una representación calculada y ensayada según el auditorio: no es igual predicar el odio en un mitin para un público ya ganado que debatir en un medio de comunicación. No vale igual dirigirse a un público con criterio que para un grupo de alienados. No es lo mismo hablar para cualquier nivel de educación o de renta. No sólo el mensaje, sino los procedimientos, el lenguaje, la calidad del argumento, la erística, en definitiva, ha de ser cuidadosamente elegida. Se trata de colocar un producto, y el producto que se vende se monetiza primero en votos para los promotores del poder y gobierno que administra y para los intereses que representa. Y el odio sirve a unos intereses concretísimos. Sólo hay que fijarse.

En política, desde hace décadas, se hace así por una parte de los contendientes. Steve Bannon aparece como la cara más conocida de la modernización de Goebbels. Fuera la razón, el argumento, el respeto. Dentro la simplificación, el insulto y el odio. Para ello, el viejo invento del otro como enemigo (el inmigrante, por ejemplo), como causa de mi infelicidad, de mi desgracia. El odio, pues, como estrategia política: se modula, se exacerba o aquilata según el momento, la ocasión... etc.

Hay personas que no piensan como yo, que piensan de manera muy distinta, y por las que siento no sólo respeto y consideración, sino cariño y admiración. Creo que a ellos les sucede igual. Ojalá que nada termine con eso. Si todo acaba envenenado por las marionetas pagadas que abonan el odio, será de verdad el principio del fin. El fin de los mejores principios.

Ojalá no.

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