Opinión | Libertad y respeto
Amarás al prójimo como a ti mismo
Vivimos en dos mundos diferentes: el de nuestra realidad, aquel que cada día se nos presenta cuando nos levantamos de la cama –en ocasiones incluso antes de ello, pues nos vienen a la mente todos los problemas a los que necesitamos hacer frente y que en bastantes ocasiones no encontramos solución–. Me refiero a temas sencillos, cotidianos, pero que solo importan y presionan a quienes los sufren. Sin embargo, no es del todo así, pues son condiciones concatenadas para la mayoría de las personas.
Llega fin de mes, muy esperado, y de un origen u otro se recibe un emolumento. Es ahí donde somos conscientes de nuestra temporalidad interrogativa, pues el dilema se produce al decidir cómo aplicar estos ingresos a la fila de gastos, que nadie llama y ellos vienen solos. Una mezcla de angustia e indignación se genera. Nuestra imaginación nos ubica en mundos más deseados, con mejores oportunidades, pero enseguida volvemos a la realidad.
El otro mundo es el que nos llega a través de los medios con sus noticias, que nos hablan del horror de lo que sucede en todas partes: que los políticos se insultan –y no por nosotros, sino en una competición particular–, que se acusan de corruptos y que las propuestas para favorecer nuestras vidas se echan atrás, mientras la oposición lo presenta como una victoria. ¿Contra quién? Sin duda contra nosotros. El ejemplo más claro está en la aprobación de los presupuestos generales, de cualquier nivel territorial. Debería ser responsabilidad de todos nuestros representantes trabajar sobre la propuesta y aprobar unos que contengan representación del conjunto. De lo contrario, una vez más, nos están pegando patadas en el trasero.
Y llega la noche: nos acostamos temerosos de no haber podido hacer frente a nuestros problemas y cabreados porque los medios y las instituciones han removido nuestros peores instintos. Entonces surge la duda: ¿qué sentido tiene vivir en una convivencia en la que nadie confía en el de al lado y en la que todo lo que nos planteamos es una vida de trincheras y odio al ajeno?
Estamos en un país lleno de creencias, en especial las referentes a la religión. Todos aquellos que se manifiestan como católicos y rezan sin descanso, por lo general olvidan algo fundamental: los Diez Mandamientos, que como estudiábamos en el catecismo, se resumen en dos: «Amarás a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo». Y muchos piensan que con cumplir el primero –el del jefe– ya es suficiente. El segundo, solo a ratos y con quienes piensan como yo; el resto tienen poco de prójimo. Pero olvidan algo que, al margen de la religión, nos afecta a todos: hemos acordado en la Declaración Universal de los Derechos Humanos cumplir con nuestro compromiso como personas. Me voy a permitir transmitirles el primer artículo: «Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros». En definitiva: «Amarás al prójimo como a ti mismo».
Les garantizo que ciertos grupos que pregonan su fe cristiana la condicionan con excepciones sociales, homofobia, xenofobia y otras fobias contra los diferentes. En definitiva, se convierten en profesionales del odio y no aceptan que todos somos nuestros prójimos. Esto sucede con ciertos partidos políticos cuya principal característica es que ellos definen quiénes son personas y quiénes no. Eso sí, gritan al mundo que aman a Dios, cuando en realidad solo se aman a sí mismos.
Siento tener que repetir que lo único que queda al final de nuestra temporalidad en el mundo es cómo dejamos el planeta para las siguientes generaciones. Así pues, todos aquellos grupos que alientan la violencia, que consideran que no existe más pensamiento que el suyo –y es mucho reconocerles que son capaces de pensar–, deben saber que desde la presencia del hombre en la Tierra todo ha sido cambiante, nada ha permanecido inalterable. Hemos sido habitados por montones de pueblos diferentes, cada uno con su forma de ser, pero siempre hemos pertenecido a la misma especie. Lo único permanente es que «todos nacemos libres e iguales y debemos amarnos unos a otros como a nosotros mismos».
Post scriptum: Sueño con el día en que existan dos naciones, Israel y Palestina, viviendo en paz como buenos vecinos. Pero me temo que, de esa forma idílica, no está en los planes de Netanyahu. Aun así, conservo la esperanza de que el resto del mundo pueda dar una lección de humanidad a un gobierno que ha olvidado la compasión.
Sin embargo, la realidad me obliga a bajar de ese sueño. No sé cómo interpretar este acuerdo de paz, nacido de una reunión entre Trump y Netanyahu, porque tiene derivadas un tanto sospechosas. La primera de ellas es que parece una especie de tarjeta de presentación de Trump para optar al Premio Nobel de la Paz, al que aspira de forma obsesiva. La segunda es que en este acuerdo no se menciona en absoluto el reconocimiento del Estado palestino, por lo que la imagen final es la de un Estado rico, Israel, frente a un pueblo palestino sin organización política alguna; dicho de otra manera, un ejército poderoso frente a personas que, por no tener, no tienen ni casas.
Y pese a todo, sigo queriendo creer. Espero y deseo que unos y otros, algún día, lleguen a mirarse como personas fraternales.
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