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Opinión | SALA DE MÁQUINAS

Nobel de la Paz

El premio Nobel de la Paz a María Corina Machado no sólo esta mejor dado que si se lo hubieran concedido a Donald Trump; está bien dado, sin más.

Lo está porque esta mujer singular, valiente, con amplia preparación y fuerte personalidad, ha conseguido representar lo que muchos venezolanos consideran la legítima, justa y necesaria oposición al dictador Maduro.

Digo «dictador», pero este miserable individuo, además, es muchas otras cosas: mentiroso, corrupto, tramposo, traidor a la izquierda y a todo ideal democrático, instigador de una represión sin precedentes que ha arrojado al éxodo y al exilio a millones de sus compatriotas, y responsable de miles de detenciones y encierros ilegales, chantajes, torturas y toda clase de agresiones a los derechos humanos. Que Venezuela se vea obligada a soportar por la fuerza de las armas la presencia de semejante escoria humana en el palacio Miraflores evidencia mejor que nada hasta qué punto se ha degradado la convivencia, el presente y el futuro de ese pobre (pero muy rico) país.

Frente a este granuja y a su banda de matones, María Corina Machado representa una manera limpia, respetuosa, clásica, de entender la vida pública, la separación de poderes, la acción de un ejecutivo, de un parlamento, de un poder judicial, de la prensa, estando todos estos poderes hoy secuestrados o condicionados por la voluntad del déspota y su camarilla de militares. El Nobel da así una bofetada en toda la cara al siniestro clown chavista y apoya la victoria electoral de González Urrutia y de la propia Machado, un claro triunfo del pueblo venezolano que Maduro, manipulando el conteo electoral, convirtió en derrota y victoria suya. Este pecado, el de torcer a su capricho la expresa voluntad popular, deberá ser asimismo juzgado por tribunales venezolanos, como por la Corte Internacional los supuestos delitos suyos relacionados con la violación sistemática de derechos y libertades. Si, además, como sostiene Trump, Maduro forma parte de un clan de narcotraficantes, debería entonces correr la misma suerte –en una prisión, claro, y durante mucho tiempo– que cualquier otro cabecilla de cárteles.

Un buen día y un buen Nobel para una paz que, en Venezuela, dista aún mucho de atisbarse siquiera en el horizonte.

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