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Opinión | erre que erre

Zaragoza

La Justicia como campo de batalla política

Fachada de la sede del Tribunal Supremo, en Madrid.

Fachada de la sede del Tribunal Supremo, en Madrid. / EUROPA PRESS -ARCHIVO

Resulta inquietante el creciente estupor que generan ciertos autos y resoluciones judiciales en España. No tanto por su contenido jurídico —que en democracia debe poder ser discutido—, sino por su tono, su oportunidad y su evidente carga política. El último episodio lo protagoniza el auto del juez que investiga el caso Ábalos, en el que se permite hacer consideraciones sobre el funcionamiento del Congreso de los Diputados, sobre la actuación de sus miembros y sobre la calidad moral de la política. No es un caso aislado. El juez Peinado, con sus resoluciones cargadas de adjetivos y su insistencia en convertir la instrucción en un relato público, es otro ejemplo de cómo parte de la judicatura parece haber asumido un papel que va más allá de aplicar la ley: el de actor político.

Cada vez es más difícil distinguir una providencia judicial de un editorial. Donde antes se esperaba sobriedad, hoy abundan las insinuaciones. Donde debía haber imparcialidad, surgen valoraciones ideológicas. Y donde se reclamaba prudencia, aparece una suerte de protagonismo mediático. Es comprensible, por tanto, que Pedro Sánchez afirmara aquello de que «algunos jueces hacen política». Puede que no sea una frase prudente en boca de un presidente del Gobierno, pero ¿acaso no está describiendo un fenómeno que buena parte de la ciudadanía percibe con claridad?

La independencia judicial es una piedra angular del Estado de derecho. Pero esa independencia no puede confundirse con impunidad ni con la libertad de intervenir en el debate público bajo la coartada de una toga. Los jueces, precisamente por su poder, están obligados a una contención que los políticos no tienen. Su palabra pesa más porque no es una opinión: es una decisión que afecta derechos y reputaciones. Y cuando esa palabra se contamina de militancia, se erosiona algo más profundo que la confianza en un magistrado concreto: se resquebraja la credibilidad de la justicia en su conjunto.

La reacción de la política no ha sido mejor. Cada bando instrumentaliza los autos que le convienen y denuncia los que le perjudican. Así, el descrédito se multiplica: los jueces parecen militantes y los políticos, fiscales. El ciudadano, entre tanto, asiste atónito a un espectáculo donde todos hablan de separación de poderes, pero pocos parecen creer de verdad en ella.

Quizá el problema no sea tanto de nombres propios —Ábalos, Peinado, Sánchez— como de cultura institucional. Una democracia madura no se mide solo por su Constitución, sino por la sobriedad con la que sus instituciones se comportan. Si la Justicia quiere seguir siendo el último refugio de la neutralidad, debe hablar menos y razonar más. Porque cuando un juez escribe como si redactara un mitin, la Justicia se convierte en una tribuna, y eso, en democracia, es una mala noticia.

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