Opinión | El aula del revés
Menas: los hijos que cruzan el mar
Hace unos días, un amigo me comentó que la mujer de otro amigo había empezado a trabajar en un centro de acogida de Menas, menores extranjeros no acompañados. A partir de ahí me asaltó una pregunta que no consigo apartar de la cabeza: ¿cómo pueden unos padres dejar que sus hijos, niños de diez o doce años, se embarquen en una patera rumbo a un destino incierto? La primera reacción es de incredulidad. Pero enseguida llega la comprensión: en muchos países africanos, un niño de esa edad ya es considerado un adulto. Un adulto pequeño, pero con responsabilidades, hambre y miedo. Aun así, cuesta imaginar qué pasa por la mente de quienes deciden jugarse la vida en el mar. ¿Saben realmente a lo que se enfrentan? ¿Alguien les explica que pueden morir en el intento?
Los telediarios nos muestran imágenes de rescates, de cuerpos exhaustos llegando a la costa, de centros de acogida saturados. Vemos también reportajes sobre jóvenes senegaleses atrapados en Marruecos, esperando saltar la valla o fletar una patera, y sobre las condiciones miserables en que viven. En las costas de Senegal o Gambia, donde la pesca era antes medio de vida, la sobreexplotación, la corrupción y la falta de alternativas empujan a miles a marcharse. Pero más allá de esas imágenes, sabemos muy poco.
Apenas conocemos cómo operan las mafias que gestionan esos viajes, cuánto cobran o en qué condiciones viajan los migrantes. Tal vez, simplemente, no queremos saberlo. Europa mira, pero no siempre ve. Y quizá no le interese ver demasiado, porque entender la raíz del problema obliga a asumir una parte de responsabilidad. La historia pesa. La colonización del continente africano, y sobre todo la forma en que se llevó a cabo la descolonización, dejó heridas profundas: fronteras artificiales, economías dependientes y elites locales corruptas que perpetúan la pobreza mientras acumulan privilegios. Detrás de cada patera hay siglos de desigualdad, de saqueo de recursos y de promesas incumplidas.
No se trata de eximir de culpa a los gobiernos africanos, muchos de los cuales bloquean la ayuda internacional o desvían fondos que deberían aliviar la miseria. Pero tampoco podemos olvidar que Europa fue parte activa en la construcción de esa desigualdad estructural. Por eso, existe una obligación moral de actuar más allá de la caridad: de promover justicia, desarrollo y educación, no solo control fronterizo. La solidaridad no puede limitarse a enviar mantas o víveres después del naufragio, sino a garantizar que ningún niño tenga que jugarse la vida por un futuro. Las ONG hacen lo que pueden, aunque su alcance es limitado. Y cabe preguntarse si, además de asistir y rescatar, existe algún esfuerzo real por informar a esos jóvenes y a sus familias del peligro que entraña el viaje. Quizá no, porque la esperanza -aunque sea ciega- sigue siendo más poderosa que el miedo. Cuando todo te ha sido arrebatado, incluso una mínima posibilidad se convierte en destino.
Otra pregunta inevitable es: ¿qué hacemos por ellos una vez están aquí? ¿Nos limitamos a encerrarlos en centros de los que solo quieren escapar, aunque allí tengan sus necesidades básicas cubiertas? ¿O de verdad nos interesa cómo se sienten, lejos de sus familias, de su cultura, de su idioma, de su infancia? A veces, los miramos con recelo, con desconfianza, con ese miedo que produce lo desconocido. Pero ellos no son una amenaza. Son niños que, en lugar de estar jugando al fútbol en su barrio, cruzaron un mar que traga sueños y devuelve silencios.
En Aragón, como en el resto de España, hay centros donde se intenta trabajar con ellos, ofrecerles una educación, un oficio, una oportunidad. Los educadores sociales, los psicólogos, los profesores… todos ellos libran una batalla silenciosa contra el desarraigo, el trauma y la desesperanza. Y, sin embargo, el discurso público los reduce a una sigla: Menas. Cuatro letras que despojan de rostro, de historia y de humanidad. Cuatro letras que a menudo despiertan prejuicios más que empatía. Seguramente el debate está servido. Habrá quien hable de seguridad, de costes, de recursos limitados. Pero mientras tanto, los niños siguen llegando, con la misma mirada perdida y la misma esperanza intacta. Nadie abandona su hogar por gusto. Nadie se sube a una patera por capricho. Lo hacen porque el hambre y la guerra son más insoportables que el miedo al mar.
Al final, la historia de estos niños recuerda a la de tantos otros en el mundo que sueñan con escapar de la pobreza. Como los niños de las favelas brasileñas que imaginan convertirse en un Pelé o un Ronaldo que los aleje de la miseria. Solo que, para los menores africanos que cruzan el mar, el sueño no es ser famosos, sino simplemente vivir. Vivir para contarlo. Vivir para tener un mañana. Vivir, aunque sea lejos de todo lo que un día llamaron casa.
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