Opinión | El comentario
¿Me pedirán perdón?
El expresidente de Canarias y actual ministro del Gobierno, Ángel Víctor Torres, responsable de Política Territorial y Memoria Democrática, preguntó esta semana a los directivos del Partido Popular si le «pedirán perdón» aquellos que desde el lado de la oposición ya dan por sentado que va a ser reo de las acusaciones que padece. La pregunta del ministro no es un dibujo o un asterisco: sonó tan fuerte, tan inesperada, la sensación de dolor de la que venía su convencimiento, que es adecuado, en este momento, subrayarlo como un modo de ayudar a una reflexión contemporánea: ¿estamos, los políticos, los periodistas, los ciudadanos en general, comprobando o esperando a que se compruebe el pecado ajeno antes de lanzar las distintas modalidades del pecado?
No, no lo estamos, al menos no lo estamos los periodistas, no lo están los políticos. ¿Por qué? Por pereza, porque nos parece que es mejor decirlo antes que decirlo cuando sabemos. Eso es grave en nuestro caso, porque al fin y al cabo nosotros tenemos, en general, un libro de estilo que nos aconseja (nos mandata, habría que decir) a guardar silencio (el bastión mayor de la duda) mientras no sepamos de veras cómo son las cosas, de dónde vienen las culpabilidades, qué hay que hacer hasta que estemos seguros.
Los libros de estilo, digámoslo así, ya no se estilan, en primer lugar, porque estamos presos del atrevimiento y de la prisa por tardar, como decía el título de un célebre libro del profesor Enrique Gil Calvo… Es mejor, eso pensamos, lanzar lo que se nos ocurra para opacar la información del otro, o sus razonamientos, que esperar a que sea el otro compañero (cuando estamos en tertulia, pero también cuando estamos en medio de las dudas ajenas) el que saque de su propia información (o de sus dudas razonables) las consecuencias de las informaciones que maneja…
Ahora todos los periodistas (o casi todos) somos tertulianos; y los hay de enorme prestigio, informados, dúctiles, próximos a la perfección o perfectos. Pero las excepciones son cada vez más numerosas, porque, francamente, es muy difícil saber todo de todo cuando hay tantos asuntos, desde Palestina a Ángel Víctor Torres, pongo por caso, cuando se tiene que ir corriendo de una tertulia, o de un compromiso, a otro y hemos de improvisar nuestro muestrario de adivinanzas.
Por estas razones, entre otras, conviene avisar a nuestros colegas: dudar no es saber. Dudar es antes de saber, y si no se sabe es mejor decir «no sé», porque, como decía mi madre, y todas las madres, imagino, «con decir no se dice nada».... Me parece que la densidad actual de opininiotis (en la que sin duda estoy incurriendo) ha de tener algún arreglo. Es posible que algún día se requiera de una autocrítica que ayude al público en general y a aquellos que informamos u opinamos que la duda no ofende, sino todo lo contrario.
«Mire usted, de eso de lo que están hablando mis compañeros yo no sé nada». ¿Se imaginan eso dicho con frecuencia? Sería un modo de aliviar a la gente como aquel ministro que esta semana se atrevió a hacerles a Cuca Gamarra y a sus compañeros de bancada la pregunta sobre qué pasaría si, como él cree, la justicia dice que allí donde había estupor no había nada. O casi nada… El problema, naturalmente, no es tan solo nuestro, de los periodistas, pero ha de preocuparnos más que a nadie, porque está afectando a nuestra audiencia. La facilidad de decir no es exactamente la facilidad de saber. Pero ahora saber y decir no van juntos, están disociados, son peligros en los que estamos cayendo como ciudadanos fáciles de convencer antes de dudar o conceder que el otro a lo mejor, por muy mal que nos caiga, tiene razón y no es culpable…
Iñaki Gabilondo, que ha sido el maestro de todos nosotros, y que lo sigue siendo, es testigo directo de un hecho extraordinario que ocurrió en Hoy por hoy, su programa de la Ser. Un contertulio de los de entonces (un político que venía de la universidad) dijo, ante una pregunta que le lanzó el maestro de todos, «de ese asunto no sé nada»...
Ahora no sé quién, político o periodista, o taxista, sería capaz de decir «pues la verdad es que de ese asunto no sé nada». Ahora no se pide ni perdón si dices que lo que dijiste, por cierto, no solo era mentira sino que, francamente, no tenía que haber sido dicho jamás...
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