Opinión | Libertad y respeto
El pensamiento y la persona, una unidad inseparable
En este artículo deseo compartir una reflexión que vengo constatando desde hace tiempo. Soy usuario habitual del transporte público –especialmente del metro y el cercanías– y suelo tomarlo a las siete y media de la mañana, cuando va repleto de viajeros. Pues bien, me atrevo a afirmar que, al menos, un 60 % de ellos son inmigrantes. Y me da por pensar que, cuando la extrema derecha de este país –y en cierta medida algunos dirigentes de la derecha– afirman que hay que expulsar a todos estos «no españoles» ya que representan un riesgo para nuestra seguridad, porque son delincuentes y violadores; y cuando los segundos (los gerifaltes de la derecha) sostienen que deberían tener una especie de carné de buen comportamiento –un visado por puntos que les permita vivir legalmente en España–, imagino a aquellos que vienen en patera, acudiendo al consulado español en su país para conseguir los puntos del visado y poder venir «legalmente» en cayuco. Increíble.
Pero, volviendo al metro y al cercanías, recuerdo que cuando comenzaron a hacerse más constantes en los medios las noticias que vinculaban a los inmigrantes con la delincuencia y las agresiones, pensé: «¡Qué barbaridad! ¡Cuánto madrugan los malos para hacer sus fechorías». Claro, enseguida me di cuenta de que eran trabajadores, personas que iban a desempeñar los empleos que nosotros, los oriundos de aquí, no deseamos hacer y que estos, además, pagan sus impuestos (para información de los gerifaltes). Bueno, no todos, porque un porcentaje –difícil de precisar– trabaja sin contrato. Y eso, por supuesto, es responsabilidad nuestra, de todos los que son muy «patriotas» que los explotan ilegalmente para pagarles menos.
Y ya que nos referimos a los patriotas, a mí este concepto siempre me confunde, pues aquellos que más ejercen de ello tienen una especie de código que los identifica. Para empezar, les importan poco las personas que viven en el país: proclaman que la superficie que compone España es suya por nacimiento. No sé muy bien cómo interpretar eso, pues tanto yo como mis antepasados nacimos aquí, y sin embargo, cuando voy al Registro de la Propiedad y me anuncio como uno de los propietarios de España y deseo que me lo certifiquen, me miran con cara de asombro y, al momento, me dicen: «Por favor, váyase, no nos haga perder el tiempo». Así que deduzco que no pertenezco a ese grupo de elegidos y, por tanto, no soy patriota.
Además, para ellos, ser patriota exige llevar la bandera de España de alguna manera: en la muñeca, en un llavero o vaya usted a imaginar dónde. Yo no la tengo. Un día me hice con una pequeña bandera de Aragón, con la medida de la Virgen del Pilar, que guardo en la cartera por devoción. La verdad es que me estoy deprimiendo, y me pregunto: ¿qué soy entonces? Pues resulta que yo estaba convencido de que respetar a los conciudadanos, ayudar a los más necesitados, no considerar que el aspecto físico nos hace superiores, reconocer la igualdad plena entre hombres y mujeres y entender que la orientación sexual no distingue a nadie, eran cualidades de un verdadero patriota. A decir verdad, sigo creyéndolo firmemente.
Por tanto, dejemos de hablar de «migrantes» y hablemos de personas pues, redundando en mi constancia sobre la Declaración Universal de los Derechos Humanos, cuyo Preámbulo, en el primero de sus siete considerandos, afirma:
«Considerando que la libertad, la justicia y la paz en el mundo tienen por base el reconocimiento de la dignidad intrínseca y de los derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana».
Esa es, sin duda, una buena forma de definir a todos los componentes de la especie humana como una familia. Si nos cuesta entenderlo o aceptarlo, es que carecemos de conocimiento y eso tiene remedio. La medicina que nos conduce a ver cómo todos estamos incluidos e iguales en esa especie, y por ello somos miembros de la misma, lo que genera el compromiso del respeto para el conjunto, es la cultura. Cuando esta falta, y el odio y la violencia ocupan su lugar, caemos en la incomprensión y falta de visión sobre cuál es el verdadero camino y cómo debemos reconocernos a nosotros mismos.
Por eso, dejemos a un lado esa artificialidad llamada frontera, que a algunos les da la falsa sensación de considerarse diferentes a quienes están fuera de ella. El planeta Tierra es un espacio abierto, y quien realmente lo ordena y gobierna es la propia Naturaleza. Entendámonos con ella, seamos sus aliados –todos los miembros de la especie humana, sin distinción– y hagámoslo con el pensamiento, con libertad compartida y sabiendo que, como decía Elías Canetti: «El pensamiento más claro es el que más duda de sí mismo».
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