Opinión
Pasiones trágicas
La civilización helena sigue estando en la base de lo que hoy entendemos por cultura occidental. Sus principios estéticos, sus grandes sagas literarias, el teatro, la práctica democrática en sus ciudades-estado y la relación con los poderes supraterrenales a través de dioses con aspecto y virtudes humanas depara un cimiento o base que muchas de las actuales potencias siguen compartiendo. Haciéndolo, como un puente, a través de Roma –sobre todo–, cuyo imperio fue el primero en admirar e imitar a los griegos y en esforzarse por absorber buena parte de sus costumbres.
Simon Goldhill, reputado helenista y director de estudios clásicos en el King’s College de la Universidad de Harvard, se centra precisamente en el inmortal legado de la Grecia antigua, analizándolo con originalidad y lucidez en Pasión trágica, un ensayo suyo reeditado por Gredos, y de cuya lectura se obtiene la misma energía y alegría que leyendo a cualquiera de los dramaturgos o historiadores del Parnaso heleno.
Se centra Goldhill, entre otros muchos aspectos, en la relevancia del cuerpo para los atenienses, espartanos y habitantes de otras ciudades e islas del Peloponeso donde se celebraban olimpíadas, compartiendo en los baños los ciudadanos su desnudez, su retórica y humor. La manera de reflejar el cuerpo en la estatuaria helena, con un Policleto o un Fidias, revelaba una exhibición natural, pero idealizada, del cuerpo masculino, mientras el femenino quedaba más oculto. El sexo masculino se exhibía, el femenino se escondía.
A propósito de ello contaban del exquisito crítico británico John Ruskin que, en su noche de bodas, al descubrir que su esposa, a diferencia de sus idealizadas ninfas helenas, tenía vello púbico, no pudo consumar el matrimonio. ¡Hasta tal punto pueden influir los arquetipos!, bromea Goldhill. Quien, sin embargo, argumenta que esa naturalidad de la desnudez no se traducía necesariamente en la transparencia de los sentimientos mutuos.
Resultando, por ejemplo, una relación como la de Romeo y Julieta de todo punto imposible en Grecia. Ulises y Penélope se querían, sí, pero no se lo declaraban con tiernas palabras. De alguna forma esa sumisión al hechizo amoroso se consideraba como debilidad en el marco de una virilidad conceptuada como ejercicio permanente de dominio. Una lectura abierta, sugerente, de la pluma de un profundo conocedor del mundo clásico.
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