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Opinión | Tejiendo palabras

El reloj parado

Por segunda vez, en el plazo de un mes, entré en aquella casa donde vivía un matrimonio conocido. El hombre padecía de alzhéimer a sus 70 años; la mujer tenía 65 y lo cuidaba en su propio hogar con ayuda de los servicios sociales. No tenían hijos, y tampoco familiares cercanos. Ella había ejercido como maestra en el pueblo rural de su marido, agricultor, donde han vivido juntos toda la vida. La casa, según pude observar, estaba ordenada y limpia. Me satisfizo ver varias estanterías repletas de libros. Pensé que como ella era maestra, tendría un gran amor a la lectura; me confirmó que también su marido había sido muy lector, que los libros les habían proporcionado diálogo, reflexión y diversión entre ellos.

La primera vez que visité esta casa, vi que el reloj que colgaba de la pared estaba parado. En mi segunda visita volví a comprobar que seguía sin funcionar. Fue entonces cuando alerté a la señora la situación del reloj. Ella afirmó con rotundidad que estaba parado ya hacía tiempo, pero que había decidido no ponerle pilas, deseaba que aquel único reloj que tenía en su casa, se mantuviera parado para siempre. Ya no recibí más explicaciones, sin embargo, ante la perplejidad que me produjo este hecho, he intentado escudriñar el sentido que, para esta mujer, para mí y para los lectores, puede suponer vivir con el reloj parado. Creo que esta mujer ya no estaba dispuesta a seguir bailando al compás del mundo en sus actuales circunstancias personales y familiares, ya lo había hecho durante toda su vida. Este reloj parado marcaba la hora en que todo cambió para ella –por la enfermedad de su marido–. Mientras el mundo sigue corriendo sin saber a dónde ir, midiendo el tiempo en fracciones de angustia, de estrés, de rabia y de odio, ella prefiere ausentarse del correr del tiempo, haciendo morir los segundos, los minutos y las horas. Además, seguramente, para ella será un acto de resistencia a la condicionalidad de la vida, al atolondramiento y al vértigo de la inmediatez.

En esta época de la posmodernidad, creo que el reloj social tampoco funciona, está en punto muerto, creemos que progresamos, pero seguimos con los mismos gestos, con los mismos errores, con los mismos discursos. Estamos embarcados en un proceso vital cuyo ritmo viene marcado por el engranaje de quienes se han erigido como los poderosos que egoístamente hacen chirriar los mecanismos sociales de la paz. Seguimos atrapados en el bucle de las desigualdades, de las prisas inútiles y del cansancio colectivo. El reloj social no avanza, solo hace ruido. Frente a la dictadura de la inmediatez, puede haber personas que prefieren ausentarse de la vorágine de un tiempo que aprisiona y encorva no solo el cuerpo sino también las conciencias. El progreso actual no mira el presente con hondura, lo atropella, y, lo que es peor, amenaza el futuro. Los estoicos ya decían que quien domina el tiempo domina su alma. Por eso es necesario dejar que el tiempo vuelva a ser algo interior, una sucesión de acontecimientos que vienen acompasados con ese espíritu que los acrisola, permitiendo vivencias naturales, reales, atemperadas por luces y sombras, contemplando horizontes de esperanza. No se trata de idealizar la quietud, sino de caminar con la determinación de liberarnos de pantallas, algoritmos, fatigas, saturación, miedos... El reloj parado, en este contexto, no es un símbolo de ruina, depresión o malestar interior, todo lo contrario, es una metáfora que expresa la conexión entre nuestro mundo exterior e interior. Tenemos que recuperar el silencio como esa dimensión poética que nos acoge y nos revela un mundo de sueños, de utopías, de coloridos, de cambios, de justicia, de sentimiento profundo. El tiempo nos devora cada día cuando está esculpido de prisas, ansias, desvelos, envidias, rendiciones y muertes súbitas.

El tiempo no debemos reducirlo a una medida cuantificadora, el tiempo es para habitarlo con una existencia donde la razón y la emoción se sustentan en un alma en conexión armónica con el cuerpo. Tenemos que aprender a detenernos, separarnos de la aceleración colectiva, pensar con serenidad, descubrir nuestro propio ritmo. En definitiva, detenernos en el silencio intencional nos permite la introspección, nos ayuda a conocernos, a pensar y a meditar. En definitiva, detenernos puede ser el acto más lúcido que nos permite abandonar el tiempo que nos devora y buscar ese otro tiempo que nos permite vivir la esencia de nuestra existencia.

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