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Opinión | Ojo avizor

Rincones heridos

Hace pocos días caminaba por una de las calles próximas al domicilio donde me crié y me detuve ante un local cerrado que no encajaba con el paisaje que mi memoria ha conservado (y que ha ido adaptando conforme el tiempo ha impuesto su transformación). Yo no he dejado nunca de moverme por esa zona, lo que me ha permitido asimilar con facilidad –en ocasiones con cierta tristeza– todas las novedades: la sustitución de tiendas y negocios, la limpieza de las fachadas, incluso la renovación del mobiliario urbano cuando ha tocado. Ley de vida. Aunque reconozco que, en ocasiones, reacciono ante esas alteraciones de la escena urbana como si se tratara de auténticas profanaciones.  

Algunos de los últimos cambios, como la despedida de la cafetería Easo o el final un tanto abrupto de la Librería Central, han sido de los que provocan nostalgia, como si con esas ausencias uno perdiera un pedacito de su pasado, del escenario secreto de su intimidad. A lo que nunca he conseguido acostumbrarme es a los cierres de comercios «de los de toda la vida» que no se consiguen suavizar con una nueva ocupación rápida. Y ahí queda, durante meses o años, la persiana bajada, el cristal sucio de esos escaparates que van acumulando polvo y en cuyo interior aún se vislumbran los últimos vestigios de la actividad que allí se llevó a cabo. Con este panorama me encontré hace unos días; se trata de uno de esos cierres de los que irradian un final definitivo, espacios devorados por la decadencia que genera lo vacío. Meses después, ningún negocio se decide a ocupar ese local, convertido ahora en una cicatriz. 

En esta época en la que han ganado tanto protagonismo las compras por internet y los centros comerciales, cada nuevo cierre de una tienda es doloroso porque arranca un resquicio de vida, de color, a la ciudad. Las plazas y las calles más concurridas, los rincones con más historia, se han constituido tradicionalmente como puntos neurálgicos del comercio. En medio del paisaje, surge de ese modo una escenografía donde las tiendas, los establecimientos, ejercen un legítimo protagonismo como testigos privilegiados del transcurso del tiempo. Allí parecen haber estado siempre, a menudo con mayor fidelidad que el propio edificio que los alberga, acumulando en sus entrañas una valiosa memoria que pasa desapercibida para el caminante con prisa. Y eso se va perdiendo en los últimos tiempos.

Los comercios contemplan a través del cristal de sus escaparates el discurrir de los días, y parecen saludar al paseante desde sus enclaves estratégicos. Te invitan a entrar. Ningún espacio despierta en mí mayor melancolía que un local abandonado; un antiguo cine, una vieja ferretería con su rótulo a la intemperie, un almacén ya olvidado.

Entre los tabiques de los locales comerciales se agolpan tantas historias... Los escritores, como observadores atentos de la realidad, lo hemos sabido siempre. Los mejores argumentos se ocultan en lo cotidiano. Y por eso mismo, en la literatura se encuentran multitud de narraciones que en buena parte se desarrollan, precisamente, entre las paredes de un establecimiento comercial. Desde la óptica de Pacheco que recrea Delibes o la hostería de Cristófano Buttarelli, escenario de desafíos en Don Juan Tenorio, hasta Championship Vinyl, la minúscula tienda de discos marginal donde el protagonista, Rob Fleming, solo vende vinilos mientras analiza, con humor socarrón e irónico, su lamentable trayectoria sentimental en la novela Alta fidelidad; por no hablar de la entrañable relación epistolar que se establece entre una clienta y los empleados de la librería Marks & Co donde compra libros a distancia, en la obra 84, Charing Cross Road. Y, pasando a planteamientos mucho más inquietantes, en la novela La tienda –elocuente título, por cierto–, de Stephen King, nos encontramos con un tipo diabólico al otro lado del mostrador, dispuesto a poseer las almas de sus incautos clientes.

En todas estas obras, y en muchas más, los establecimientos comerciales adquieren tal relevancia en la trama que se transforman en un personaje más. La historia no se entendería sin ellos.

Tal vez por eso, para escribir hay que salir a la calle y dejarse atrapar por todo lo que sucede a nuestro alrededor; eso incluye asomarse a las tiendas donde cada jornada nacen nuevas historias, donde voces familiares compartirán con nosotros asombrosos episodios que van construyendo, sin que nos percatemos, nuestra historia. De ahí que cada cierre de comercio oculte, en el fondo, un ingrediente de tragedia que todavía podemos evitar.

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