Opinión | CAMBIO DE CHIP
De Peoria a TikTok: cómo perdimos la capacidad de atención
Una de las grandes promesas de la tecnología es que nos ayuda a hacer más competitivas nuestras empresas, permitiendo que los equipos directivos ganen tiempo en sus tareas diarias. Sin embargo, eso no necesariamente implica que sepamos qué hacer con todo ese tiempo "liberado", ¿o sí?
El otro día tuve que ir al notario para firmar una gestión de mi empresa. Nada épico: ni contrato millonario, ni acuerdo con Elon, ni compra de un satélite. Un simple trámite de los que podríamos clasificar como aburridos, pero necesarios. Veinte minutos de ida, dos minutos y medio de firma, veinte minutos de vuelta. La clásica hora muerta disfrazada de formalidad.
Cuesta creer que, existiendo los certificados digitales y la tecnología blockchain –que no solo validan la identidad, sino que además graban a fuego en registros inmutables las transacciones que realizamos– aún sigamos desplazándonos físicamente para confirmar lo que ya está confirmado digitalmente. Parece mentira, pero es verdad. Así que con resignación, cogí mi sello de lacrar y subí al carruaje que me llevaría a mi destino.
Entre pensamientos, mi agenda mental desfilaba en paralelo: tareas que podía haber cerrado, correos que esperaban respuesta, decisiones que necesitaban "un poco de pensamiento". Y en medio de ese carrusel, se coló una pregunta algo inquietante: "¿De verdad queremos ser más productivos... para poder llenar el tiempo liberado ejecutando más tareas? ¿No sería dedicarlo a pensar mejor?".
Que no se me malinterprete. Esto no es un alegato ludita contra la automatización, ni voy a romantizar la anécdota diciendo que salir de la oficina me conectó con el universo mientras contemplaba el baile de las hojas en los árboles. Nada de eso y que quede claro: benditas sean las tecnologías, especialmente la inteligencia artificial, que nos liberan del lastre operativo. Gracias a ellas, los directivos ganamos tiempo para lo que se supone que importa: pensar, analizar, decidir. Desplazamos el esfuerzo desde las tareas repetitivas hacia aquellas de alto valor añadido. Pero justo ahí empieza el verdadero reto. Pensar requiere concentración. Y la concentración es el nuevo bien escaso.
Me vino a la cabeza un episodio histórico que menciono en mi libro Toma el control de tus datos: el Discurso de Peoria, aquel duelo oratorio entre Lincoln y Douglas en 1854, que se alargó ocho horas –sí, ocho– de argumentos hilados con precisión quirúrgica. Tres horas para uno, tres para el otro, réplica, contrarréplica... y por supuesto, sin transparencias coloridas, sin resúmenes ejecutivos y sin necesidad de compartir en redes cada ocurrencia. Vaya dos generadores de contenido, ¡y encima en directo! El público presente –recordemos que no había streaming– escuchaba con atención, sin más distracción que los argumentos que el orador estaba exponiendo ni más evasión que sus propios pensamientos sobre ellos.
Hoy, a muchas personas les costaría mantener el hilo de una idea durante ocho minutos, no digamos ocho horas. En lugar de discursos complejos, preferimos reels de 30 segundos. Paradójicamente, vamos a un futuro en el que tendremos más tiempo de calidad –menos reuniones improductivas, menos informes manuales, menos desplazamientos al notario– mientras degradamos nuestra capacidad de usar ese tiempo con calidad.
Vivimos, como bien describe Ted Gioia en su artículo The State of the Culture 2024, en una era en la que si el entretenimiento ha devorado al arte, la distracción se ha zampado al entretenimiento. Gioia traza la transición desde la cultura lenta tradicional hacia la cultura rápida, para desembocar en lo que él llama la cultura de la dopamina.
En su esquema, practicar un deporte en directo representa la experiencia tradicional; verlo por televisión, la fase lenta; y apostar online sobre el resultado mientras suena de fondo, el estadio dopamínico. Lo mismo con el cine: antes íbamos a una sala, luego podíamos verlo en casa cuando queríamos gracias a los reproductores de vídeo y ahora consumimos vídeos cortos en TikTok porque dos horas seguidas sobre la misma historia en ocasiones pueden ser agotadoras.
Los likes, los pings, los swipes o los clickbaits son los estandartes de esta cultura de la dopamina: microdosis de placer que entrenan a nuestro cerebro para huir de lo profundo, de lo sostenido, de lo incómodo. ¿Pensar? Claro. Pero que no lleve más de un minuto. ¿Tomar decisiones? Sí, pero con un resumen ejecutivo, una infografía... y si puede ser, un GIF cuqui.
Volviendo al entorno corporativo, si vamos a una era en la que el procesamiento de datos y la elaboración de informes serán automáticos, ¿cómo podemos entrenar y preparar a nuestros cerebros para tomar más decisiones y procesar más información? Pensemos en cualquier proceso de resolución de problemas complejos dentro de una empresa. Se parte de una intuición o una anomalía en el sistema. El equipo lanza hipótesis, se piden datos para confirmarlas o descartarlas. Por el camino, muchos "mira, esto nunca nos lo habíamos preguntado" y algún "eso todavía no lo estábamos midiendo". Y a lo largo de días, semanas o incluso meses, no solo se llega a una solución: se construye una comprensión profunda del problema. La respuesta no emerge exclusivamente de los datos, sino que se enriquece con el proceso mental de obtenerlos. Esa es la diferencia entre ver los datos y aprehenderlos. Y esa capacidad no se automatiza. Se cultiva.
Así que sí, tenemos –y teóricamente tendremos– más tiempo. Sin embargo, eso no necesariamente garantizará mejores decisiones ni pensamientos más profundos. Porque la inteligencia artificial puede procesar datos, pero no puede –al menos por ahora– reemplazar el músculo atencional que hace falta para liderar, innovar y transformar. Ese sigue siendo nuestro trabajo.
La pregunta ya no es solo si estamos preparados tecnológicamente para un mundo más eficiente, sino si estamos mentalmente entrenados para habitarlo. Porque si el futuro nos regala tiempo... más nos vale estar en condiciones de usarlo.
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