Opinión | el comentario
Los que ya no tiene voz serán escuchados
Sandra Peña. Su nombre es ahora la identidad de la víctima, una más, otra vez, de nuevo, de nuestro fracaso como sociedad. Sí, nuestro, de todos nosotros: padres, profesores, centros educativos, compañeros, instituciones, ciudadanos, en general, que no hemos querido, por dejadez o por ignorancia, hacernos responsables de una situación que exige soluciones de forma urgente. Porque antes de Sandra estuvieron Dani Quintana, Kira López, Jokin Ceberio y una lista inabarcable de nombres que no merecen ni olvido ni silencio.
En las últimas semanas, las noticias han revelado que la joven llevaba aproximadamente un año, si no más, sufriendo acoso escolar por parte de un grupo de compañeras. La familia había alertado al colegio hasta en dos ocasiones, llegando incluso a presentar informes psicológicos sobre las consecuencias que estaba teniendo en la salud emocional de la adolescente, sin embargo, el centro educativo no abrió oficialmente ni el protocolo de acoso ni el protocolo de conductas autolíticas, como exige la normativa. La consecuencia ha sido clara y devastadora: la muerte de Sandra, una joven de apenas 14 años que no pudo aguantar el sufrimiento que supone que, día tras días, se abalancen contra ti en los pasillos, baños, aulas, recreos; que un día tras otro te insulten, te humillen, te menosprecien hasta quedar reducida a un puñado de dudas existenciales sobre quién eres, cuánto vales, si alguien te quiere o va a quererte alguna vez... Todas esas incertidumbres que, al fin y al cabo, navegan sin timón en mitad de una borrasca dentro de la cabeza de cualquier adolescente de 14 años que no sabe hacia qué camino le están llevando sus pasos. Pero yo me pregunto: ¿Quién es el culpable? Se trata de una cuestión que abarca un campo mucho más amplio del que a simple vista podemos observar, una pregunta que merece una pausa.
Esta situación no fue aislada. Como no lo es la de todos los jóvenes que diariamente luchan contra fantasmas de carne y hueso ocho horas al día durante cinco días a la semana, a veces, incluso más si contamos el daño que suman las redes sociales. Establecer el origen es una tarea ardua, si acaso imposible. Pero está en nuestras manos encontrar la solución. De forma inmediata deben tomar partido, en primer lugar, las familias, inculcando a sus hijos el respeto como pilar fundamental en las relaciones sociales dentro y fuera del aula. Llegados a este punto, urge evitar la justificación constante de "la edad" para eximir responsabilidades. Ellos son perfectamente conscientes de cuando sus palabras y acciones son nocivas. La educación empieza en casa. No podemos cansarnos de repetirlo. Las familias son las que deben tomar medidas para que su hijo/a no sea un acosador/a. Pequeñas acciones traen grandes resultados. Si dentro de las aulas, los docentes estamos cansados de aguantar agresiones verbales, ¿qué no ocurrirá fuera, entre ellos? Por esta razón, los centros educativos deben de plantarse de una vez por todas y mostrarse inflexibles ante la primera señal de alerta, aunque esto incluya, en muchas ocasiones, el enfrentamiento con las familias. Vale ya de remilgos, de hacer la vista gorda y mirar para otro lado. Vale ya de eludir medidas extremas cuando es necesario. Dejemos de esperar a que la historia se repita. Para ello es también imprescindible la colaboración de las instituciones, que no hagan oídos sordos cuando sean reclamados. La Sanidad Pública debería dotar de psicólogos y psiquiatras que dispongan de tiempo y recursos para ayudar a las víctimas de acoso dentro y fuera de la comunidad educativa. La muerte de Sandra Peña pudo haberse evitado, como tantas otras, por no existir una red de apoyo común, pero quién le pide ahora perdón a esos padres, si su hija ya no podrá contarlo.
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