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Opinión | El comentario

Las calabazas aragonesas que brillaban mucho antes que Halloween

Cuando llega octubre y las tiendas se llenan de disfraces, telarañas y calabazas naranjas con sonrisas siniestras, muchos piensan que Halloween ha conquistado nuestras costumbres. Sin embargo, en Aragón, antes de que esta fiesta anglosajona se hiciera omnipresente, ya existía una tradición parecida pero con un significado muy distinto: vaciar calabazas, colocarles una vela dentro y encenderlas en la víspera de Todos los Santos. No era para asustar, sino para recordar. No era una fiesta comercial como ahora, sino un ritual íntimo, rural y simbólico.

La imagen de la calabaza iluminada se asocia hoy con Halloween, una celebración de origen celta que llegó a Estados Unidos con los inmigrantes irlandeses y que el cine globalizó. Pero en Aragón, mucho antes de que Hollywood nos enseñara a tallar caras terroríficas, ya se vaciaban calabazas con fines muy distintos.

En pueblos del Alto Aragón, como Radiquero, esta práctica estaba ligada a la Noche de Ánimas, la víspera de Todos los Santos. Se creía que las almas de los difuntos (las almetas) regresaban esa noche para visitar a los vivos. Las calabazas, vaciadas y con una vela dentro, se colocaban en balcones o caminos para guiarlas y honrarlas, para recordar que la muerte no era el final, sino un tránsito.

En algunas localidades estas calabazas recibían nombres propios, recuerdo escuchar «calaveras de huerta», «faroles»... no eran decoración festiva, sino un gesto de respeto. Los niños las preparaban con ayuda de sus abuelos, que les contaban historias de sus antepasados, de los que ya no estaban. Era una forma de conectar generaciones y asumir que la muerte forma parte de la vida.

La luz de la vela tenía un valor simbólico profundo: guía, protección y memoria. No se buscaba el susto, sino el recogimiento. En ocasiones se colocaban también en los cementerios, acompañando las visitas a las tumbas. Era una noche de silencio, de reflexión, de comunidad.

La llegada de Halloween a España, especialmente desde los años 90, transformó radicalmente estas fechas. Las calabazas siguen presentes, pero con otro rostro: el del consumo y del espectáculo. Aún así, en muchos pueblos aragoneses, hay quienes se resisten a perder la tradición original.

Radiquero, por ejemplo, ha recuperado en los últimos años la Noche de las Ánimas como una celebración cultural. Vecinos y visitantes vacían calabazas, las encienden y comparten historias. No hay disfraces ni sustos, sino memoria y luz. Es una forma de reivindicar lo propio frente a lo impuesto, de recordar que nuestras raíces también tienen fuerza.

A diferencia de las calabazas de Halloween (grandes, redondas y naranjas brillante), las aragonesas eran pequeñas, alargadas y de tonos verdes o marrones. Se aprovechaban las que no servían para cocinar, las de formas curiosas o las que estaban algo pasadas. El vaciado era artesanal, sin moldes ni plantillas, con cuchillos viejos y paciencia. Se tallaban ojos o bocas, pero sin intención de asustar... más bien se buscaba darles un rostro humano, una expresión única.

Durante décadas esta costumbre quedó en segundo plano. La urbanización y los nuevos hábitos hicieron que muchas familias dejaran de vaciar calabazas, pero en algunas lugares se mantuvo como una práctica íntima. Hoy, con el renovado interés por las tradiciones locales, está resurgiendo.

Historiadores como Pilar Pérez han documentado esta costumbre y reivindicado su valor cultural. Más allá de la estética o la nostalgia, plantea una pregunta importante. ¿Qué sentido damos a las celebraciones? En un mundo globalizado, recuperar costumbres como esta puede ser una forma de resistir el olvido y reconectar con lo esencial.

Además, tiene un valor educativo. Enseñar a los niños a preparar una calabaza, encenderla con respeto y escuchar historias de sus mayores es mucho más que una actividad manual. Es una lección de historia, de identidad y de humanidad.

Hoy muchos municipios aragoneses organizan talleres, rutas y encuentros en torno a esta tradición. No se trata de competir con Halloween sino de ofrecer una alternativa con sentido. Las calabazas vuelven a iluminar caminos y plazas, pero lo hacen con otra luz: la de la memoria, el respeto y la comunidad.

Quizás no tengan ojos triangulares ni sonrisas diabólicas, quizás no estén hechas para Instagram... pero tienen alma. Y eso, en estos tiempos, es mucho decir.

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