Opinión
Santos y principio de misericordia
La misericordia es una virtud de perdón y no manipulable, sobre el compadecer y el ayudar, que deberíamos saber rescatar en este día de Todos los Santos. El reciente IV Congreso Continental de Teología Latinoamericana y Caribeña celebrado la pasada semana en Lima, recogía la antorcha del mártir Ignacio Ellacuría «para hacer que la Historia vaya no hacia una catástrofe, sino hacia una utopía en términos civiles, hacia el Reino de Dios en términos teológicos», un exhorto de rotunda actualidad. En la escena de este foro de ánimos y ruegos, se buscaba visibilizar el intellectus misericordiae, el principio-misericordia que el también jesuita y teólogo Jon Sobrino destacó en la actuación de la figura de Jesús, pues «siempre aparece como trasfondo el sufrimiento de las mayorías, de los pobres, de los débiles, de los privados de dignidad, ante quienes se le conmueven las entrañas. Y esas entrañas conmovidas son las que configuran todo lo que él es: su saber, su esperar, su actuar y su celebrar».
Conocí a Jon Sobrino hace más de 40 años y, sin duda, fue para mí una experiencia única y sumamente gozosa por la suave rotundidad y el clamor claro de un hombre honrado. Así, hace casi 10 años en la revista Éxodo Jon recordaba cómo «su esperanza es la de los pobres, que no tienen esperanza y a quienes anuncia el reino de Dios. Su praxis es en favor de los pequeños y los oprimidos. Su teoría social está guiada por el principio de que hay que erradicar el sufrimiento, masivo e injusto. Su alegría es júbilo personal cuando los pequeños entienden y su celebración es sentarse a la mesa con los marginados. Su visión de Dios, por último, es la de un Dios defensor de los pequeños y misericordioso con los pobres. En la oración por antonomasia, el Padrenuestro es a ellos a quienes invita a llamar Padre a Dios». El de Lima fue un Congreso que visibilizó un formato de pensamiento basado «en la irrupción de los pobres en un mundo sufriente».
Todo para generar nuevos caminos de resistencias y luchas, y fortalecer las respuestas que siguen dando vida y esperanza, clamaban y reclamaban. En homenaje a Gustavo Gutiérrez, se puede transformar el mundo de la pobreza amando a los pobres, proclamaban. En el diálogo fe y justicia, tan anquilosado como olvidado en estos tiempos de IA y distopías geopolíticas y domésticas, Jon Sobrino recordó la relación entre Ellacuría y monseñor Óscar Romero, y con ello el rescate de afirmaciones de compromiso y suma profundidad para estos tiempos tan necesitados de energía, referentes y esperanza: el pueblo salvadoreño «nunca había sentido a Dios tan cerca» y «con Monseñor Romero, Dios pasó por El Salvador», decía Ellacu.
En el Congreso, Jon continuó con el legado profético de Romero, haciendo resonar sus principales palabras cimiento. La fidelidad evangélica del «me alegro, hermanos, de que la Iglesia sea perseguida. Sería muy triste que en un país con tantas injusticias y asesinatos, a la Iglesia no le tocara nada de eso», en el corazón del sufrir de todo un pueblo. El Getsemaní del 23 de marzo de 1980, en víspera de su salvaje asesinato: «En nombre de Dios, en nombre de los lamentos de este sufrido pueblo cuyos clamores suben hasta el cielo, les suplico, les ruego, les ordeno: ¡cese la represión!». Y el terrible tercer acto del «si me matan, resucitaré en el pueblo salvadoreño».
Con el martirio como referente de donación y misericordia, Jon Sobrino recordó hace menos de una semana cómo las luces de «santos» como Óscar Romero, Ignacio Ellacuría y Gustavo Gutiérrez mantienen la llama de la fe de los pueblos latinoamericanos, en ejercicio de memoria inspirada e inspiradora de este intellectus misericordiae, pues «mostraron que Dios no se encuentra lejos ni en los templos, sino en la Historia, en los pobres y en los que luchan por la vida». De primeras, creyentes o no, creídos o descreídos, deberíamos ejercer siempre la autocrítica para vacunarnos del autoengaño y desterrar «los fantasmas de aquello que ya no es y aquello que nunca fue», que escribía Mark Fisher, el que fuera filósofo sensible ante las ansiedades y los desasosiegos, para días también de Halloween.
Para lo que también deberíamos ser utópicamente creativos: «La libertad es crear opciones, no sólo elegir entre las preexistentes», acuñaba Hannah Arendt, quien ya dijo eso de «la libertad y la igualdad son condiciones esenciales para la justicia», ante el actual destemple de fe. Como apelaba Jon Sobrino, la tarea será construir una Iglesia descentrada por la misericordia, pues su principal problema sigue siendo el saber cuál es su lugar en el mundo, que rotulaba Aristaraín: «el ejercicio de la misericordia es lo que pone a la Iglesia fuera de sí misma y en un lugar bien preciso: allí donde se escuchan los clamores de los humanos. El lugar de la Iglesia es el herido en el camino –coincida o no este herido, física y geográficamente, con el mundo intraeclesial–; el lugar de la Iglesia es otro, la alteridad más radical del sufrimiento ajeno, sobre todo el masivo, cruel e injusto».
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