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Opinión | EDITORIAL

Un juicio anómalo

Hoy comienza en el Tribunal Supremo un juicio de gran relevancia para el Estado de derecho: por primera vez en democracia, un fiscal general, Álvaro García Ortiz, se sienta en el banquillo de los acusados. Un caso inédito que sitúa a la cúspide del Ministerio Fiscal en el epicentro de un terremoto político e institucional, que el propio Gobierno, al empeñarse en defenderlo, no ha hecho sino intensificar.

García Ortiz afronta un proceso por presunta revelación de secretos, un delito castigado con hasta seis años de prisión, tras la filtración de un correo electrónico en el que el abogado de Alberto González Amador –pareja de la presidenta madrileña, Isabel Díaz Ayuso– admitía dos delitos fiscales para evitar un juicio. El fiscal debe responder por un acto cometido, presuntamente, en el ejercicio de su cargo y utilizando información obtenida gracias a él, ya que, según aprecia el juez instructor, Ángel Ruiz Hurtado, existen indicios de que dio publicidad a datos protegidos por el secreto profesional y la confidencialidad judicial. Las acusaciones particulares y populares –entre ellas, la Asociación Profesional e Independiente de Fiscales y Manos Limpias– solicitan penas de entre cuatro y seis años de cárcel, además de inhabilitación para ocupar cargos públicos.

La Fiscalía, en cambio, pide su absolución, lo que genera dudas sobre la imparcialidad del proceso, dado que son los subordinados jerárquicos del acusado quienes ejercen la acusación en nombre del Estado. Esta situación constituye una anomalía que compromete la credibilidad del sistema y debilita la confianza ciudadana en la justicia. Resulta incompatible con los principios de imparcialidad que un fiscal general sea juzgado mientras conserva el control de la institución que lo acusa. Su permanencia en el cargo, pese a estar procesado, transmite una sensación de impunidad y erosiona la ejemplaridad que debería exigirse a quien encarna la defensa de la legalidad. La ética pública y la prudencia política exigían su dimisión inmediata, tal como reclamó, entre otros, la Asociación de Fiscales, mayoritaria en la carrera fiscal.

Además, el Gobierno, lejos de facilitar su salida, ha optado por sostenerlo y convertir su defensa en una causa política, intensificando así su enfrentamiento con el poder judicial. Preservar la presunción de inocencia es una cosa; respaldar al acusado de manera que se desdibuje la neutralidad institucional y se refuerce la percepción de connivencia entre el Ejecutivo y el Ministerio Fiscal, otra muy distinta. Al envolver el caso en un discurso de persecución partidista, el Gobierno ha confundido el interés público con el personal y ha erosionado la separación de poderes.

Por todo ello, este juicio no es solo un proceso penal: es una prueba sin precedentes para las instituciones. Es esencial que el Gobierno mantenga la neutralidad, evitando interferencias. Solo así se podrán esclarecer los hechos con rigor y restaurar la credibilidad de las instituciones, asegurando que la justicia se aplique sin privilegios. Defender el Estado de derecho no significa proteger a sus representantes frente a la justicia, sino garantizar que nadie, ni siquiera el fiscal general, quede por encima de la ley.

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