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Opinión | EL ARTÍCULO DEL DÍA

El truco de la crispación

Es un hecho que la situación política en España es lamentable, con un nivel de ruido intolerable y con políticos que superan diariamente todo lo admisible en la confrontación parlamentaria. Sin embargo, hay países en los que la cosa es incluso peor.

Tomemos como ejemplo a la nación más poderosa del mundo. En Estados Unidos, Donald Trump ha convertido su segunda presidencia en una sucesión de episodios grotescos y bochornosos, absolutamente incompatibles con un mínimo criterio de decencia democrática. En apenas 10 meses ha amenazado repetidamente a varios países con sanciones económicas y militares; ha planteado la anexión de Canadá y Groenlandia como nuevos estados de la Unión (por supuesto, sin consultarles antes); ha puesto y quitado costosos aranceles de un día para otro; ha propuesto una operación inmobiliaria como solución para el genocidio de Gaza; ha expulsado de manera ilegal a decenas de miles de inmigrantes; ha militarizado las calles de las ciudades gobernadas por sus rivales políticos; ha dado órdenes a la fiscal general –supuestamente independiente– para encausar a ciudadanos estadounidenses que se atrevieron a llevarle la contraria; y ha ordenado asesinatos selectivos de supuestos narcotraficantes en aguas internacionales. Por no hablar de la utilización de la presidencia como plataforma para su beneficio personal, lo que le ha permitido casi doblar su fortuna de 4.400 a 7.700 millones de dólares, según datos de Forbes. Para ello, no solo se ha servido de la creación de una criptodivisa sin ningún valor aparente, sino que incluso lo hemos visto protagonizar un anuncio para vender su propia marca de relojes presidenciales. En el summum de la desfachatez, y mientras el país afronta el cierre gubernamental por la ausencia de presupuesto, dejando en la calle a centenares de miles de funcionarios, ha iniciado una reforma de la Casa Blanca por valor de 250 millones de dólares, al tiempo que comprometía un mínimo de 20.000 millones de dólares más para salvar el gobierno de su amigo Javier Milei.

El caso del presidente de Argentina es similar. Milei ha acompañado su ortodoxa doctrina ultraliberal con continuas salidas de tono y exabruptos. Ha hecho del insulto y el escarnio al adversario su práctica habitual, y ha protagonizado momentos delirantes como el de hace apenas tres semanas, cuando convirtió la presentación de su último libro en un concierto de rock, en el que el estupor apenas podía disimular el sentimiento de vergüenza ajena que provocaba verlo en el escenario gritando eslóganes como un poseído.

Desgraciadamente, el comportamiento fuera de lo común de ambos encubre la principal lección de sus respectivos gobiernos, y es que, como cabía esperar, todas sus políticas se traducen en el empeoramiento de las condiciones de vida de sus ciudadanos, especialmente de las clases más desfavorecidas, aquellas que, paradójicamente, más apoyo electoral les brindaron.

Paul Krugman, Nobel de Economía en 2008, señalaba recientemente que los votos a Trump fueron masivos en las zonas rurales de EEUU, las más pobres del país, las más dependientes de las ayudas del Estado y justo donde más se van a evidenciar los recortes a los subsidios emprendidos durante estos meses: desde las ayudas a la asistencia médica hasta los cupones de comida. Al mismo tiempo, las grandes fortunas reciben con gusto los recortes de impuestos que les harán todavía más milmillonarios. En Argentina, y pese a la ayuda del «amigo americano», la tasa de desempleo ha aumentado un 50% desde la llegada al poder de Milei –pese a la caída inicial– y toda su economía pende, una vez más, de un hilo.

En España estamos todavía a tiempo de evitar esta deriva. Trump y Milei se han convertido en los referentes de los dos principales partidos de la oposición, y la referencia a ambos es habitual en las intervenciones de políticos patrios como Santiago Abascal o Isabel Díaz Ayuso, para quienes esa misma fórmula de recorte del Estado, reducción de impuestos, privatización de los servicios públicos, limitación de la migración y negación de las políticas que combaten el cambio climático figuran entre sus principales propuestas.

El truco de la crispación consiste justo en eso: en convertir la política en ruido para que nadie se fije en la letra pequeña. Ese tono extemporáneo y fanfarrón puede resultar atractivo para no pocos, especialmente entre los más jóvenes, porque ofrece culpables y soluciones fáciles, pero bajo la descalificación y el insulto se repiten las recetas de siempre: adelgazar lo común y blindar privilegios a los más poderosos.

Frente a esto, toca recuperar la política como manual de instrucciones: explicar con claridad cómo funcionan las cosas, cuánto cuestan las decisiones y qué límites existen. Los partidos deberían evitar la desinformación con transparencia y datos, pero es nuestra responsabilidad, de los ciudadanos, ser exigentes, desconfiar de los atajos y medir a los partidos por sus resultados, no por el volumen de sus eslóganes. ¿Seremos capaces?

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