Opinión | Miel, limón & vinagre
Tino Pertierra
Clint Eastwood, la suerte tenía un precio
Estrella superviviente del Hollywood clásico a sus 95 años, icono de acción y con un legado de muchas joyas, triunfó hace ahora tres décadas con el cine de llorar ("Los puentes de Madison")

Clint Eastwood / Redacción
Treinta años después, "Los puentes de Madison" se mantiene como un título imprescindible del cine edulcorante (adorado y detestado). Y es curioso que su responsable sea alguien que hizo una larga carrera lejos de ese género. A Clint Eastwood (San Francisco, 31 de mayo de 1930) no cuesta nada visualizarlo con un Colt en la mano, pero más difícil era creerse a su fotógrafo con cámara y dando la espalda a las lágrimas con Meryl Streep. Convertido a sus 95 añazos en una de las estrellas supervivientes del Hollywood eterno (sin necesidad de redes sociales ni sobrexposición impúdica), Eastwood ya no protagoniza películas y su ritmo de rodajes ha decaído.
La suerte tenía un precio para el joven Clint: comenzó como figurante alto y desgarbado de sonrisa extraña que no parecía encajar en ningún papel prometedor y pasó por series de televisión olvidadas y olvidables, pero su aparición en "Rawhide", donde era un buenazo sin matices, le dio la oportunidad que necesitaba, y más por lo que vino después que por la serie en sí misma: un italiano desconocido llamado Sergio Leone se fijó en él y lo reclutó para cocinar al dente unos spaguetti westerns que cambiaron la historia del género con su violencia desmedida, su estética desmesurada y la música omnipresente de Ennio Morricone que convertía escenas convencionales de tiros y cabalgadas en frenesí operístico. Y a los que la inexpresividad granítica de Eastwood les venía como gatillo al dedo.
"Por un puñado de dólares" (1964) puso en circulación al "hombre sin nombre" que primero dispara y luego pregunta, y a veces ni eso, de moral ambigua, ojos semicerrados, puro mordido y silencios mortíferos. Luego llegaron "La muerte tenía un precio" y "El bueno, el feo el malo". Con Leone aprendió que menos es más como actor. Hizo algunas intentonas en casa (la estupenda "El desafío de las águilas" con Richard Burton aniquilando nazis, la debacle de "La leyenda de la ciudad sin nombre" –cantar no era lo suyo–, "Cometieron dos errores", "Los violentos de Kelly" o "Dos mulas y una mujer", además de esa extraordinaria rareza que es "El seductor") y pronto decidió que quería probar tras las cámaras. Y a su manera: en lugar de seguir fiel al western se salió del carril por la vía del thriller con "Escalofrío en la noche" (1971), más cerca de la austeridad de otro de sus maestros: Don Siegel, con el que construyó un icono del cine de acción llamado "Harry el sucio" (1971), lastrado por secuelas cada vez peores. Su Harry Callahan armado con Smith & Wesson Modelo 29 con cartuchos 44 Magnum fue el primer arquetipo del cine de acción. Sin piedad. Con Siegel rodaría a finales de los 70 uno de sus mejores logros como actor: "Fuga de Alcatraz".
Sorprendió de nuevo como director con "Primavera en otoño", una reflexión sobre el paso del tiempo y los amores prohibidos, con una gran interpretación sensible de otro tipo duro, William Holden. Y cuando se animó a probar suerte con el género que le lanzó al estrellato lo hizo con "Infierno de cobardes" (1973), una apuesta fantasmagórica que enfureció a John Wayne y que sigue siendo una de sus mejores obras, y un precedente de "El jinete pálido". En 1992 rodaría el western que hizo de testamento tanto para el género como para su propia trayectoria en él: "Sin perdón". Su William Munny, asesino arrepentido y vengador, mostraba la otra cara de los ¿anti? héroes que encarnó descarnadamente. Demolía el mito del sueño americano y también el suyo. Réquiem por los que van a morir bajo sus balas.
Llegaron años, en general, muy fértiles, con obras maestras como "Mystic River", "Million Dollar Baby" o "Gran Torino", enlazadas por el veneno de la culpa, la necesidad de redención, el silencio que amortaja las heridas. En su última etapa, Eastwood rodó muchas películas, algunas de ellas mediocres y otras innecesarias, aunque siempre honestas, pero ¿cómo no disculpar a alguien que proporcionó tantos títulos imperecederos como "Bird" o divertimentos tan jugosos como "En la línea de fuego"?
Al igual que los grandes maestros del cine eterno, Eastwood no es un artista al que le guste explicarse. Prefiere que sus películas hablen por él. Rueda sin planos calientes, a tiro limpio, sin excesos y con legendaria puntería (si la primera toma está bien para qué insistir), respetando a los guionistas y con querencia por la fotografía en tinieblas. Las películas tienen que ser emocionantes, sostiene, porque no es un arte intelectual. Lo mismo decía John Ford.
Eastwood no quiere parecer moderno, rueda lo que le da la gana (por algo fundó la productora Malpaso). Nunca pide perdón, y eso en Hollywood está mal visto. Vaya si lo está. Que le vayan con algoritmos a él. Alcalde efímero de Carmel, Eastwood nunca ha sido políticamente beligerante, aunque nunca negó sus posturas conservadoras, más en sintonía con el espíritu del pionero (responsabilidad individual, autogestión y recelo hacia el poder establecido) que con los corsés partidistas. De hecho, su peor y más chusca interpretación la ofreció en la Convención Republicana de 2012, hablando a una silla vacía que representaba a Barack Obama.
"Me llamo William Munny. He matado hombres. He matado mujeres y niños. He matado todo tipo de seres vivientes. Y hoy he venido a matarte a ti". A buen enterrador, pocas balas bastan.
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