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Opinión | El aula del revés

¿Niños visuales, adultos analfabetos funcionales?

Estos días, revisando los resultados de una investigación con niños y niñas de entre 6 y 14 años, he vuelto a confirmar algo que, aunque esperado, no deja de preocuparme: los menores presentan un desarrollo verbal deficiente, mientras que su capacidad visual crece de manera notable. No es un dato aislado; numerosos estudios en los últimos años apuntan en la misma dirección. Pero la pregunta inevitable es: ¿por qué esta diferencia?

La respuesta parece evidente. Vivimos inmersos en un entorno dominado por las pantallas. Las tabletas, los móviles, los videojuegos o TikTok son los nuevos parques infantiles, las nuevas bibliotecas, los nuevos espacios de socialización. El estímulo que reciben las nuevas generaciones es, casi exclusivamente, audiovisual, no verbal. En consecuencia, su pensamiento se organiza más en torno a la imagen que a la palabra. El sociólogo y pedagogo Neil Postman, en su obra Divertirse hasta morir (1985), ya advertía que las sociedades que sustituyen la palabra por la imagen corren el riesgo de trivializar el pensamiento. Cuando todo se convierte en espectáculo, la reflexión profunda pierde terreno frente al impacto inmediato. Hoy, décadas después, su advertencia resuena con más fuerza que nunca. Basta observar cómo una conversación entre adolescentes dura menos de un minuto antes de que alguien saque el móvil. La atención ha sido colonizada por la inmediatez.

Y, sin embargo, aprender –aprender de verdad– sigue exigiendo comprensión lectora. No hay aprendizaje matemático sin entender los enunciados de los problemas, ni aprendizaje científico sin comprender los textos que explican los fenómenos. Como recordaba Lev Vygotsky, el lenguaje no solo comunica el pensamiento: lo construye. Si empobrecemos el lenguaje, empobrecemos el pensamiento. Las palabras no son solo herramientas, son estructuras mentales. Son las vigas que sostienen la casa del razonamiento. Rafael Echeverría, filósofo y sociólogo, en su Ontología del lenguaje, nos recuerda algo fundamental: el lenguaje es generativo. Es decir, cada vez que nos comunicamos mediante la palabra estamos dando forma al mundo en el que vivimos, transformamos la vida. Pero ¿qué mundo se construye cuando la conversación se reduce a emojis, audios y frases de diez palabras? ¿Qué futuro nos espera si el diálogo se sustituye por la reacción rápida y el pensamiento por la distracción permanente?

Confieso que, como profesor del Grado en Magisterio, esta realidad me preocupa. Cada curso recibo jóvenes de 18 o 19 años que llegan a la universidad y lo paradójico es que los llamados nativos digitales: dominan a la perfección el móvil, el WhatsApp o el TikTok, pero cuando deben entregar un trabajo en Word, muchos ni siquiera saben utilizar el corrector ortográfico. Les falta método, profundidad, paciencia. Les sobran estímulos, pero escasea el silencio necesario para pensar.

A veces comparo generaciones: mi madre leía con cuatro años, yo con cinco. Mi hija mayor, con cinco años, reconoce algunas letras, pero no lee. Y me pregunto: ¿es ese el camino correcto? No se trata de idealizar el pasado, sino de preguntarnos si estamos formando mentes críticas o solo consumidores hábiles de pantallas. Detrás de cada like hay una recompensa inmediata, un pequeño golpe de dopamina que sustituye al esfuerzo sostenido. Aprender a leer, en cambio, exige frustración, exige demora, exige constancia. Tres virtudes que la cultura digital tiende a erosionar. Los docentes vemos cada vez más dificultades para mantener la atención, para comprender instrucciones, para argumentar. El pensamiento se fragmenta del mismo modo que lo hacen los vídeos de 30 segundos. Y el aula, que debería ser un espacio de diálogo, se convierte con frecuencia en un lugar donde la palabra pierde protagonismo frente a la imagen proyectada en una pantalla. No es que las tecnologías sean enemigas; el problema aparece cuando sustituyen en lugar de complementar.

La multifacética Hannah Arendt escribió que la educación es «el punto en que decidimos si amamos lo suficiente al mundo como para asumir la responsabilidad de él». Esa frase debería estar grabada en la entrada de cada escuela. Si renunciamos a formar en la palabra, renunciamos también a formar ciudadanos capaces de pensar, de dialogar y de transformar la realidad. Una sociedad incapaz de leer entre líneas acaba por no entender ni su propia historia.

Quizá haya llegado el momento de detenernos y preguntarnos, con humildad y con urgencia, qué tipo de inteligencia queremos cultivar: la que desliza el dedo sobre una pantalla o la que se atreve a leer, comprender y pensar. Entre ambas se juega el futuro de la educación, y con él, el de la democracia misma. Porque sin palabra no hay pensamiento, y sin pensamiento, no hay libertad.

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