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Opinión | Editorial

Trump y la estrategia coactiva

Al cumplirse un año de la elección de Donald Trump, la mayor parte de los temores que suscitó su victoria sobre Kamala Harris pueden considerarse justificados, si no corregidos y aumentados gracias a la mayoría lograda en ambas cámaras del Congreso. Los rasgos egocéntricos, imprevisibles y muy poco convencionales en un político con un poder inmenso a escala planetaria, proyectados a través de una estrategia coactiva aplicada con igual determinación contra aliados y adversarios, han alimentado aún más la sensación de desorden e imprevisibilidad en la escena mundial. Se ha impuesto la búsqueda del vasallaje de los aliados históricos de Estados Unidos, con un catálogo de exigencias innegociables del que no han escapado los socios de la OTAN, conminados a elevar los gastos de defensa hasta el equivalente al 5% del PIB y a transigir ante las presiones arancelarias. Y la mano dura contra los tradicionales antagonistas ha abierto nuevos peligros de desestabilización. Una actitud que se ha visto matizada, en cambio, con la única gran potencia económica mundial, China, con capacidad de devolver los golpes.

Si Trump ha demostrado su nulo interés en verse constreñido por alianzas, tratados o cualquier resorte efectivo o simbólico de la legalidad internacional en los campos del comercio, la diplomacia o el medio ambiente, en el plano interior no ha exhibido más miramientos ante los usos democráticos que puedan limitar sus designios. Ha institucionalizado unas normas de conducta de dudosa solvencia legal en el plano interior –acoso de fiscales y agentes de la ley no dóciles, redadas contra inmigrantes, intervención de la Guardia Nacional en ciudades gobernadas por el Partido Demócrata, injerencia en el mundo académico y en los medios de comunicación– y ha agudizado la tensión con quienes considera enemigos. Ha aflorado en todo ello un espíritu divisivo, difícilmente conciliable con la articulación de una convivencia cívica y cuyos futuros efectos aún están por aflorar.

La reclamación para sí del Premio Nobel de la Paz so pretexto de que ha logrado pacificar siete conflictos calientes tiene tan poco fundamento como la endeblez del alto el fuego en Gaza, siempre a un paso de romperse, y la imposibilidad de detener la guerra en Ucrania. Lo cierto es que si la determinación de Trump ha conseguido lo que Biden ni siquiera se propuso, Binyamín Netanyahu administra la tregua con actitud desafiante y Vladimir Putin no renuncia a la victoria en el campo de batalla.

En el tiempo transcurrido desde que Trump regresó a la Casa Blanca ha avanzado la sensación de que es un hecho la erosión de la cultura democrática y la progresión de un populismo que ha consolidado al presidente como líder de una extrema derecha en auge. Ya lo fue durante su primer mandato, pero desde noviembre del año pasado no ha dejado de ganar audiencia, de desafiar todas las convenciones de la democracia sin que, más allá de esporádicas movilizaciones, se adivine en el Partido Demócrata el músculo necesario para contener la arremetida de Trump a 12 meses de unas elecciones legislativas. Un objetivo de por sí harto difícil de alcanzar porque, sea cual sea el resultado de noviembre de 2026, han cambiado demasiadas cosas en muy poco tiempo como para aspirar a algo más que a la contención, y a esperar que lo que suceda en los próximos tres años ea reversible y no irreparable.

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