Leyendo el discurso de Irene Vallejo, Premio Aragón 2021, me conmueven infinidad de frases, me conmueve su amor por la palabra y esa forma que tenemos, tal y como dice con talento y ternura, de besar al Cierzo. Me gusta pensar que todos tenemos un Ítaca al que volver y que recibe el nombre de todos esos lugares que encierra Aragón y en donde cada uno de nosotros hemos encontrado un anhelo, un sueño, quizá la libertad o simplemente el sosiego tras un largo viaje.

Irene también habla de la cárcel de Félix Romeo y eso es lo que más me ha conmovido, porque recordar a Félix, cosa que hago a menudo, te desangra lentamente ante aquella enorme bondad, ante aquel niño grande que compraba golosinas para cambiar el sabor de las cosas feas. Félix amaba su barrio, Las Fuentes, y amaba Zaragoza y amaba Aragón como una herida abierta en el costado, por la que en ocasiones derramaba pus y en otras algarabías de confetis y risas.

En el invierno de 1984, invierno de cierzo y niebla, nosotros recorríamos las calles de Zaragoza entre ebrios y algo déspotas, porque nos sabíamos jóvenes y herederos de un talento que nos llegaba desde el caserón del Buen Pastor y a través de los versos que tirábamos sobre el Ebro en noches que acababan besando amaneceres. A Félix le gustaba evocar al Gordo, así llamaban sus amigos al poeta Julio Antonio Gómez que vivió en la Zaragoza de los años sesenta siendo homosexual, poeta y perseguido. Félix también fue perseguido, no como el poeta, sino por hacerse insumiso en una España democrática que encarcelaba a sus jóvenes por decir «no» al servicio militar en un acto de desobediencia civil pacífica y pacifista.

La cárcel de Félix no fue otra que la de Torrero y allí estuvo y desde allí siguió anhelando y amando la ciudad que se extendía al otro lado de los barrotes y en grafitis de desolación te dejaba una nota que decía: «Ya no leo. Cada día me abandono un poco más a mí mismo». Un día salió y la cárcel de Félix quedó como el retrato imborrable de un tiempo que vivíamos convulsa y eternamente enamorados: jóvenes de ira y libertad.

Félix se fue y la cárcel, su cárcel, la derribaron y la ciudad continuó creciendo de espaldas a su ausencia, que para algunos se hizo insuperable y se tatuó en una sucesión de recuerdos que bordearon la locura errática de muchachos infinitos. Guardo cada libro que me regaló como un tesoro, porque él conocía cada una de las palabras con la que ibas a sonreír, aquellas que te harían llorar y esas que nunca podrás olvidar. En nuestra cárcel, Félix, el polvo lo cubre todo y en ocasiones sobre las mesas vacías escribo estas palabras: «Así terminan los cuentos de hadas». ¿Qué sabíamos nosotros de los cuentos de hadas? Ingenuos y perversamente lúcidos.