La validez de los otros no nos tiene que hacer inválidos, O al menos esa debiera ser una de las constantes que nos deberían enseñar desde niños, para de esa forma burlar a la envidia y sobre todo no sentirnos inferiores; de segunda. Traigo esta reflexión hasta estas líneas a raíz de una publicación, aparecida recientemente en un medio de comunicación español, donde se decía que el cineasta Segundo de Chomón era catalán, y todos los que sabemos que es turolense, es decir aragonés, nos ponemos loquitos e insistimos una y otra vez en el mantra de que Cataluña nos roba nuestra identidad, nuestra historia, nuestras fronteras y a nuestros grandes. Cierto. Y es que como decía Ignacio Martínez de Pisón en uno de sus artículos: «Lo mío es mío y lo tuyo de los dos» es una práctica que algunos ejercitan con elegancia y sin ruborizarse, de manera natural y con absoluta conciencia.

Y si eso es cierto, no lo es menos que si se producen elocuentes despistes es porque la incultura en Aragón roza límites surrealistas. Muy pocos sabemos algo acerca de la existencia de Chomón, qué decir del siempre olvidado Braulio Foz. Otros tanto creen que Buñuel es mejicano; nacido en Calanda, sí, pero mejicano. De Gracián, al que tanto admiró Schopenhauer, mejor no hablar y de Costa una calle en el centro de Zaragoza, en la zona pija, donde está el Gran Hotel y los bares más cool de la ciudad del Ebro, al que sí se venera. Casi tanto como a la Virgen del Pilar, que sigue siendo el símbolo de una ciudad que se ha quedado atada a las tradiciones florales y que poco quiere saber de aquellos que fueron únicos, irrepetibles, y de los que deberíamos ser herederos y deudores.

Como decía el poeta, la «Zaragoza gusanera» de los sesenta estranguló a todos aquellos que querían levantar el verso y la rabia ante una ciudad oprimida y gris. Los setenta, que parecían devolvernos nuestra identidad como aragoneses y aragonesistas, se estrellaron a lo largo de las siguientes décadas en los despachos de tanto gestor que de Aragón quería lo que los otros, los de fuera, querían de ella. Y ahora cuando leemos que Chomón es catalán nos echamos las manos a la cabeza y gritamos de cólera, pero me pregunto: ¿en cuántas escuelas en Aragón a los chavales de once y doce años se les habla de Chomón, disfrutan con Foz, leen a Gracián, filosofan con Costa o se estremecen con Viridiana de Buñuel? La cifra nos dejaría helados y sin entender por qué una y otra ves se castiga, dejando en el ostracismo incluso, lo que es nuestro legado y nuestra riqueza.

Porque excepto honrosas excepciones, que acaban sucumbiendo en el tiempo por falta de apoyos, Aragón sigue siendo un peaje entre Madrid y Barcelona, un hostal de carretera sin recuerdos ni memoria.