Nos despedimos en un cruce de caminos que curiosamente no iba a ningún sitio. Anochecía y el cielo estaba lúgubre y con urgencia desatada; comenzó a llover y la lluvia era salvación, era gotas que sabían a abismo. Dicen que las despedidas son como las olas estrellándose en la orilla, pero en ese adiós no me sentí ni ola ni orilla, me sentí simplemente estremecida y asustada, porque el camino que había escogido, al que me habías lanzado, no conducía a ninguna parte, así que me quedé con todas las preguntas encarceladas en mi alma y comprendí que todo lo que no te había preguntado era ya solo silencio, porque para nosotros no había ningún mañana y de haberlo habido nuestro mañana nacía muerto.

Mientras caminaba, menos asustada y tercamente desorientada, recordé que nunca me habías dicho: «Te quiero»; tampoco: «Te odio», así que supuse que si no me quisiste ni odiaste simplemente resulté invisible a los latidos de tu corazón. No me dio pena y pensé que si no me habías querido el fracaso era mío y si tampoco me habías odiado el triunfo era tuyo. Todo era extraño, como una tormenta iluminada por el sol, y conforme mis pies avanzaban por aquel camino me sentí liberada y no me importó haber perdido los tiempos que otros, los que eran más listos, iban a saber utilizar con correcta compostura y decencia de ropa cara. La noche era profunda, recuerdo o no, y el camino parecía interminable, como un túnel que cruza todas las eternidades, así que me senté en la única piedra que encontré y esperé a que amaneciera para dejar de oler a despedida, que huele como las cajas de galletas que se olvidan durante años en un rincón del armario: a nada.

Era casi calma, casi felicidad, casi libertad y pensé en mi padre que se marchó sin despedirse, solo me dijo: «Tienes que desayunar». Y el desayuno fue lo último que hice mientras él estaba todavía vivo. No sé por qué me acordé de eso en ese instante, pero su rostro suplicándome que no lo viera morir y me largara a desayunar, me hizo sonreír y me alegré de que ya no estuviera por aquí, porque las cosas que él había amado se habían evaporado, muchos de sus amigos estaban muertos y su hija no era su hija, solo una sombra de la hija que él amó. El amanecer llegó nuevo, con urgencia desatada, y en letras que nadie podía leer, escribí: «No hay marcha atrás» y comprendí que ya no iba a vivir encerrada en ninguna vida, al haber asumido que todo lo vivido hasta ese momento era pasado y como pasado, si sabía, podría censurarlo, revestirlo, inventarlo y luego olvidarlo, porque ni dios ni el azar tienen tanta fuerza como el tiempo, como el paso del tiempo.

Escribir y bailar, pensé, y en la sombra que dibujaba mi cuerpo sobre la tierra adiviné que la soledad era el resto del camino y la llamé a gritos y sin responderme me advirtió de su soledad, que compartía conmigo en aquel ya no retorno.