El recuerdo es quizá la verdad más perversa, porque nos inmolamos con él y en otras ocasiones lo tuneamos. Es algo así como decidir tener una vida diferente a la vivida, no en lo esencial, pero sí en las cosas que la decoran, para hacer de ella un relato que tenga fuerza en su sentido retórico y emoción en la parte de las anécdotas que fijamos en nuestra memoria y usamos para aderezar el relato de nuestra vida que así es más divertida, más audaz, más peligrosa y hasta más literaria, en la parte que la literatura tiene de botella rota de alcohol y motel.

Cualquier persona, básicamente, acaba recordando lo que le da la gana. Y hasta somos capaces de recordar cosas que jamás vivimos o que simplemente vivieron otras personas que estaban a nuestro lado y de las que nos apropiamos para tener en nuestro haber esa historia que es el elemento perfecto para una infancia en dictadura, con mañanas escolares de rezos y profesores con cigarros y mal genio en la boca, y tardes anhelando secretos que se iban desvelando semana tras semana, aunque ya no lo recordemos, porque en algunos de ellos descubrimos que el amor no era lo que esperábamos de él y el chico de la trenca azul no iba a ser un transeúnte en las calles de nuestra vida, simplemente un azaroso episodio en una esquina oscura y poco frecuentada.

Los recuerdos son caprichosos, como los niños con palma y sin caramelos, y hasta los que de verdad son nuestros, lo son solo a medias, porque los hemos compartido tantas veces que no nos pertenecen y en cualquier lugar, al otro lado del planeta, alguien comparte esa experiencia como propia, sin saber cuál es el sentimiento que la provocó, ni el dolor o alegría que suscita. Por eso los recuerdos son perversos, porque los confundimos entre los vivido y lo escuchado, entre lo visto y lo soñado --los sueños son una parte esencial de los recuerdos--, y sobre todo entre los que deseamos recordar y lo que sabemos son nuestros recuerdos, vacíos de metáforas y desnudos en atardeceres sin brisas, donde las palabras rebotan y no hay más recuerdo que aceptar que nos entendemos porque decidimos ignorarnos para no saber realmente cuál es el recuerdo primero de nuestra alma inocente, porque si llegáramos a recordarlo, sabríamos en ese instante que la vida es una incomprensión que fluye y que aceptamos porque intentamos darle forma a través de los recuerdos que perversamente recordamos y que lúcidamente inventamos.

Nunca sabré si aquel día eran mis manos las que se subieron a esa tapia para robar un higo que dejó en mi boca el sabor al que siempre regreso cuando los otros recuerdos, míos o no, enturbian el corazón y la razón, porque entre recuerdos de recuerdos avanzamos sin ya querer saber si son nuestros o no y destiñéndolos para dejarlos en su esqueleto, como el latido de una promesa.