Llega la noticia de la muerte de Javier Maestre y los recuerdos se disparan como una centrifugadora y no hay pausa y las imágenes dan vueltas y más vueltas y si bien es cierto que hace años que no veía a Javier, mi recuerdo sobre él es sincero y lleno de cariño, ese que otorga la infancia y que se queda fijado en el paraíso de los días casi perfectos.

Es jueves y en Zaragoza pasan los coches y las ambulancias y lo hacen con la misma urgencia e idéntico bullicio de días pasados, esos en los que Javier seguía vivo y yo no pensaba en él, así que sin saber por qué dirijo mis pasos hacia el Parque José Antonio Labordeta, a veces lo hago, y en silencio lo recorro y en silencio intento no olvidar al hombre que fue mi padre y que gracias al alcalde Juan Alberto Belloch da nombre a este parque.

Hace calor. Este septiembre es caluroso y húmedo y recuerda al mar, pero sin mar, y recuerdo que recordar es una pausa en el presente a veces llena de confetis y risa, otras amarga y enfadada. Llego al parque tras atravesar Fernando El Católico e intento saber cuántos años tiene Javier, me urge saber con qué años ha muerto y entonces viajo hasta uno de esos pueblos en cuyas plazas, y en interminables tardes de verano, cantaban Labordeta, Carbonell y La Bullonera. Mi padre era el mayor y ahora tendría 85, así que pienso que Javier igual era 10 años menor que mi padre y en esa retórica numérica me entretengo porque, aunque todo lo que recuerdo de Javier es bello y está teñido de música, Aragón y lucha, las ausencias hacen daño y por mucho que me cobije entre los brazos sin abrazos de los árboles, hay un estribillo que me recorre el cuerpo y me estalla contra el suelo que se quiebra y hace añicos la esperanza al entender que hasta los recuerdos más amados son mortales. No me importa, porque mientras pueda me voy a aferrar a ellos, a todos esos kilómetros recorridos para escucharlos cantar y sentir cómo hacían crecer una pasión y un sentimiento en todos aquellos hombres y mujeres que conocían sus letras al dedillo y coreaban aquel Canto a la libertad o ese me dicen que no quieres que te festeje y en Aragón depositaban la esperanza de un cambio que finalmente llegó a medias. Éramos felices, o al menos eso creía yo, y si me gustaba escucharlos cantar y ayudarles a elegir el repertorio, sobre todo a Joaquín, al que siempre le pedía que incluyera La peseta, lo que más me gustaba era el final, cuando las luces se habían apagado y las casas se abrían para convidarnos a algo de vino, un plato de jamón y queso de la tierra. En aquellas casas había muchas fotos en blanco y negro y muchas historias teñidas de muerte y rabia y había cuatro hombres que eran la esperanza y el combate, ángeles de la vida que sorteaban con furia los vientos de todas las cosas que ya no debían ser ni pasar.