Leo que le han concedido a Carlos López Otín el Premio Cadis Huesca 2021 y los recuerdos se amontonan y se atropellan. Conocí a Carlos allá por el año 2011 en su Oviedo de adopción cuando con mi hermana Paula Labordeta nos desplazamos hasta esa hermosa ciudad para hablar, convivir y escuchar al científico López Otín al que le íbamos a dedicar uno de los documentales del programa Pura Vida, que por aquel entonces realizábamos para Aragón Televisión. Recuerdo nuestro primer encuentro, su sencillez y esa inmensa tranquilidad que contagia e invade y se hace magia cuando te revela eso de la armonía molecular que a nosotras, algo agnósticas, nos hizo sonreír. Fueron días intensos donde el hombre que había dado y daba su vida por la ciencia nos intentó revelar incógnitas sobre la longevidad, las enfermedades raras y el cáncer con esas células que además de ser viajeras son asesinas, frase que me impresionó, y me hizo visualizar parte del dolor que encerraban cada una de sus reflexiones, que eran como píldoras mágicas del conocimiento que él atesoraba para compartir e intentar no defraudar, sabiendo como sabe que siempre se acaba por defraudar.

Recuerdo que la entrevista central, que duró casi dos horas, dejó exhausto a Carlos quien me hizo comprender que, paseando por los caminos o los atajos de la vida, él iba escribiendo fórmulas que eran versos en un papal que residía en su corazón y en su pensamiento y que me estaba regalando mientras el mar azotaba y el cielo gris se conformaba para cobijarnos y yo comprendía que no hay nada más valiente y desinteresado que dedicar todo tu tiempo y empeño a la ciencia, sabiendo que en esa dedicación el hombre bueno está perdiendo su propia vida. Carlos me lo confirmó y me contó que no podía vivir fuera de su laboratorio, así que tan pronto como sentía lástima por él, pensaba que era un ser casi supremo.

Aquel viaje terminó, pero nosotros nos seguimos comunicando a través de mensajes que eran pensamientos y que nos enviábamos para sentirnos menos solos cuando la lluvia arrecia y uno anda sin paraguas ni armaduras que detengan los tiros que van directos al corazón. Carlos ha sufrido y París fue un refugio cuando todo se desmoronaba y él caminaba solo fotografiando esa hermosa ciudad en un recorrido que la mostraba desde las aceras, en sus árboles, en los pequeños detalles y en los rostros anónimos con los que se cruzaba y con los que no hablaba.

A veces pienso que es el hombre más sabio que he conocido; otras que es un hombre bueno al que otros hombres quisieron enviar al destierro y al olvido y Carlos tuvo que llorar y luchar y escribir y volver a llorar y volver a luchar y volver a escribir y demostrar que la sabiduría es una granada fértil y hermosa que nadie puede arrebatar. Ese es su triunfo: la sabiduría de un hombre bueno.