Cada año llega diciembre. Es una obviedad. Pero pase lo que pase no nos libramos. Preparados para afrontar un mes sinónimo de alegría, encuentros familiares, regalos... y luces. Y ahí estamos otra vez, a vueltas con la iluminación. De este debate, polémica, ganas de enredar o clásico navideño no escapamos ni en pandemia.

Este fin de semana le han dado al botón rojo en muchas localidades, Zaragoza entre ellas. Desde el sábado por la tarde una enorme bola ilumina la plaza del Pilar. Otras tantas bombillas hacen lo mismo en distintas calles de la ciudad, no en todas, pero sí en muchas, sobre todo las que viven un importante pulso comercial. Casi con cada luz que se enciende aparece una reacción. Qué bonitas. Qué despilfarro. Qué ilusión. Qué insulto. Habiendo tanta gente que no tiene ni para el alquiler. Qué mágico parece todo. ¿Saben que hasta hay cuentas en redes sociales dedicadas exclusivamente a alumbrados navideños? Y a criticarlos, también. Por supuesto.

No sé si es posible pasar de puntillas sobre esta cuestión. Creo que es de esos debates en los que obligatoriamente uno debe posicionarse. Como con la tortilla de patatas, con o sin cebolla. Yo doy un paso adelante. Me gusta la iluminación en Navidad. Toda.

Conozco perfectamente los argumentos que echan por tierra posturas como la mía. Se gasta una pasta en factura eléctrica y este año, al precio que está la luz, ni les cuento. Ese dinero podría ir perfectamente a causas sociales. Resulta contradictorio afirmar el gusto por la ceguera de leds cuando hace tan solo unas semanas expertos, políticos y medios de comunicación pedían, pedíamos, planificar la puesta en marcha de la lavadora para rebajar el consumo lo máximo posible. Pero cuando llega el frío, el gorro, los guantes, el chocolate con churros y los paseos sin rumbo, apetece ver la ciudad iluminada y la ilusión dibujada en las caras que te cruzas. Esas cabezas mirando hacia arriba. Esos ojos brillantes fijándose en los detalles. Esos niños saltimbanqueando debajo de ellas. Lo demás pasa a un segundo plano. Pertenece a ese grupo de sensaciones, de intangibles que, aún sabiendo que toda lógica conduciría a optar por lo opuesto, te obligan a dejarte llevar.

Será fruto del capitalismo, del consumismo extremo, del egoísmo del primer mundo pero, sinceramente, no lo puedo evitar. Me encanta ver mi ciudad y mi pueblo repletos de bombillitas de colores, con sus estrellas, sus cables, sus cuerdas, sus árboles decorados... Abro otro melón. El belén. ¿Uno puede ser ateo pero gustarle poner el pesebre en casa porque simplemente le recuerda a infancia, le huele a sopa de mamá y le suena a risas de los abuelos?. Vuelvo a mojarme. Sí.