Ninguna muerte suele ser justa. Pero dentro de la injusticia existen unas más grandes que otras. La del fotógrafo francés René Robert resulta, además, dolorosa, cruel e incomprensible. Se cayó en plena calle en París hace unos días, en pleno invierno, y se quedó tirado en el suelo varias horas. Nadie le ayudó. Ningún transeúnte se interesó por él. Todos los que le vieron debieron creer que era un vagabundo más, esos que forman parte del paisaje urbano, especialmente en las grandes ciudades, inservibles, molestos para la visión del paseante, como una cabina de teléfono o un cubo que rebosa basura esperando ser recogido.

Tanto nos hemos acostumbrado a esas escenas que hemos acabado confundiendo situaciones. René Robert estuvo agonizando cinco o seis horas, consciente de su destino más inmediato, antes de fallecer congelado. Nadie vio oportuno intervenir. Ni preguntarle. Ni atenderle. Solo una mujer sin hogar se percató de que algo no iba bien y llamó a una ambulancia. Alguien como ella, de los «suyos», a los ojos del resto de viandantes parisinos.

Si ni siquiera sabemos activar el mecanismo de emergencia para socorrer a alguien que se encuentra tendido en el suelo, poco más podemos esperar de esta humanidad tan inhumana.

Cómo podemos seguir con nuestras vidas después de conocer este episodio deshumanizador. Si precisamente nos caracterizamos por algo es por nuestra naturaleza humana, por esa sensibilidad y esos sentimientos que nos diferencian de otros seres vivos. Empatía, generosidad, conciencia, solidaridad. Qué lejos y qué grandes nos quedan todas estas palabras. Más ahora, cuando una pandemia mundial nos iba a sacudir las maldades de nuestra sociedad avanzada. Nos iba a convertir en mejores personas. Nos iba a despojar de banalidades y adornos para centrarnos en lo verdaderamente importante de la vida. Una vez más, pasado el drama, olvidada la lección.

Me cuesta encontrar una respuesta a semejante atrocidad. No hay explicación a tal falta de consideración. Si ni siquiera sabemos activar el mecanismo de emergencia para socorrer a alguien que se encuentra tendido en el suelo, poco más podemos esperar de esta humanidad tan inhumana.

Todo esto me hace recordar otro cruel suceso ocurrido ahora hace 17 años, cuando tres jóvenes quemaron viva a una vagabunda que dormía en un cajero en Barcelona. También entonces la actitud de aquellos dos chavales me llevaba a preguntarme cómo es posible que tres personas lleguen a hacer esa barbaridad a otra. En qué hemos fallado como sociedad, dónde está el error. Pero creo que aún es más preocupante que en casi dos décadas no hayamos sabido corregir estos comportamientos. Quiero pensar que son puntos negros inevitables en la vida para recordarnos que siempre quedan cosas por hacer.