El Periódico de Aragón

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Ángela Labordeta

Fuego en el Moncayo

Hemos visto como España ardía en este verano intolerante y claustrofóbico y pensábamos que Aragón nunca fue tierra de muchos fuegos y eso de alguna forma, a pesar del dolor que provoca ver a la tierra quemándose, nos consolaba. No sé exactamente qué había de cierto en esa historia que escuchaba de niña, cuando mis mayores decían que en Galicia había muchos incendios provocados por eso de los lindes y yo recuerdo que miraba mis montañas verdes y pensaba que qué bueno que aquí el monte no fuera de nadie y nadie tuviera necesidad de echarle gasolina a un linde para que el fuego borrase la huella de una propiedad.

Pero eso sucedía cuando era niña, porque como decía España este verano ha ardido y arde de norte a sur y de este a oeste como nunca antes lo había hecho y Aragón no ha quedado al margen. Ateca soportó durante días el fuego que arrasó campos, asoló municipios y selló lágrimas en tantos rostros con ojeras y miedo, y hace tan solo unos días el fuego llegó a las comarcas Campo de Borja y Tarazona y el Moncayo, quedando a las puertas de este parque natural, cuyo altivo y hermoso Moncayo me recuerda una y otra vez a mi padre, como ese dios que ya no ampara, y a Miguel Mena, cuya cima fue un golpe de sentimientos encontrados de los que uno no se separa y con lo que aprende a ser un feliz caminante de la vida, esa que en instantes nos roza insolente y nos desbarata.

No sé cuál es el sentimiento que te arrebata el alma cuando ves que el fuego se acerca irrespetuoso y asesino dispuesto a engullirlo todo y tú eres ese todo que está en su camino y nada puedes hacer que no sea correr y alejarte de todo lo que amas y es tuyo y que en unos instantes será del fuego para luego ser de nadie. No lo sé y no querría saberlo nunca, porque sin tener nada o teniéndolo todo, lo que más amamos es esa casa donde regresar, esa casa hecha de nuestros recuerdos buenos y malos, construida con todos los instantes a los que nos hemos ido anudando para avanzar solitarios en el silencio de la madrugada, cuando a las cuatro de la mañana nos despertamos sabiendo de nosotros lo que nadie más sabe y no queremos compartir. Nuestra casa es el refugio donde enfermamos y nos curamos, el lugar donde amamos y somos ruidosamente tan felices como infelices y verla pasto de las llamas debe ser algo así como alcanzar ese momento en el que todo debería dormir, porque estar despierto es sollozar y derrumbarse y olvidar, porque solo en el olvido podrías sobrevivir.

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