Saltó al terreno de juego con el rostro sereno, el pulso firme y la mente limpia. Atrás quedaba aquel maldito gol de Silvestre en el último suspiro del encuentro de la pasada semana ante el Albacete y las dudas acerca de si debió haber salido o no a por ese balón que venía desde tan lejos. El mazazo, en todo caso, exigía fortaleza anímica para restablecerse cuanto antes de semejante varapalo. Confianza. Autoestima. Seguridad. Virtudes que adornan el carácter de Álvaro Ratón. De profesión, portero.

Si había dudas, estas quedaron disipadas antes de los veinte minutos, cuando el gallego negó el primer gol a Trejo con una gran intervención que ya hacía presagiar que iba a ser su gran día. Luego llegaría otra mano a Pozo y más tarde una a Embarba justo antes de que su guante derecho se interpusiera otra vez entre Ulloa y la red tras un cabezazo solo del espigado delantero. Estaba claro. Era su día. Ratón era un gato.

El estado de gracia del gallego lo confirmaba su alianza con la fortuna. Ulloa, a placer, había rematado fuera y el poste fue cómplice en un remate de Pozo que envenenó un amigo. El descanso le otorgó el merecido descanso tras semejante derroche de facultades. Ratón había sido el Zaragoza. El Zaragoza había sido Ratón.

El guardameta se retiró al vestuario con la grata sensación del deber cumplido, pero consciente de que todavía quedaba mucho trabajo por hacer. Pero se equivocaba. En realidad, había pasado lo peor. También para el Zaragoza, que sufriría mucho menos en la reanudación. Ratón había conseguido sostener a su equipo y el rival, inmerso en una considerable crisis de identidad, ya era un mar de dudas.

Quizá todo estaba en el guion. Tal vez el plan consistía en aguantar y sujetar al principio para tratar de explotar después el nerviosimo de un oponente tan poderoso arriba como frágil atrás. El caso es que el Zaragoza, a pesar de su juventud, tiró de oficio para llevar el partido a su terreno. El VAR hizo el resto. Ese equipo irreconocible, desordenado y caótico de la primera parte se había transformado en una escuadra sólida y solvente. El partido era, eso sí, un horror. Quizá también se trataba de eso.

Ratón ya no volvió a emplearse a fondo. Ni falta que hizo. El único plan del Rayo consistía en acumular delanteros a los que buscar a través de balones largos. Frontales o laterales. De aquí y de allá. Nada más. Y, ahí, Ratón volvió a mostrarse seguro. Su impecable hoja de servicios apenas presenta un despeje blando como único lunar entre semejante derroche de eficacia, justo lo que había reclamado Víctor en la previa. Ratón lo bordó.

No es fácil ser portero suplente y la complejidad aumenta a la sombra de un gigante como Cristian Álvarez. Los cancerberos que han gozado a lo largo de la historia del favor unánime de La Romareda se cuentan con los dedos de las manos. O quizá solo haga falta una. Y Cristian está entre ellos. Por eso, el zaragocismo en pleno sufrió con él la lesión ante Las Palmas que le iba a dejar fuera un mes. Por eso le despidió con una ovación atronadora cuando se marchó cojeando. En ese momento, el argentino señaló a Ratón y pidió dirigir a él los aplausos. Él sabía que el Zaragoza se quedaba en buenas manos.