"La Recopa fue la hecatombe. Cuando ves el vídeo del gol se te pone la carne de gallina», recuerda Alfonso Soláns, vicepresidente del Real Zaragoza entonces, presidente después. El gol. Sin más, con mayúsculas. Los tres segundos más mágicos e inolvidables, un instante que sigue provocando felicidad 25 años después. El zapatazo de Nayim sacudió el fondo lleno de zaragocistas del Parque de los Príncipes, a toda Zaragoza, a todo Aragón. También el palco, donde un padre y un hijo, el zaragocismo siempre se transmite así, lo disfrutaron cada uno a su manera.

«Él estaba delante y yo más atrás. Y todo el público se levantó. El palco del Parque de los Príncipes era muy malo porque se levantaban los de delante y no te dejaban ver, con lo cual todos nos levantamos. El balón no sé cuánto tardó, serían dos segundos o tres, pero ahí estábamos viendo la trayectoria y cuando vi que entró, me caí en el asiento. Buf, esto ha terminado. Todo el público gritando. Yo me quedé sentado, pensé muchas cosas. Fue muy emocionante, un momento en la vida. Luego me dijeron que cuando la televisión volvió a conectar ya había terminado el partido. Se habían hecho cambios pensando en los penaltis, nadie se imaginaba aquello. El Mohamed...», rememora Alfonso Soláns como si lo estuviera viendo otra vez.

A él, el vicepresidente en 1995, le correspondía un papel más institucional, reuniones con la UEFA, cuestiones de seguridad. A su padre lo que le gustaba era la primera fila, hablar con los jugadores, bajar al vestuario y revolucionarlo, «¡que juegue fulano!». Por eso no se perdió ningún viaje de aquella Recopa, por eso lo disfrutó en París, por eso bajó al césped. «Sí, en el palco de París, aquí, en el autobús, camino del Ayuntamiento. No se perdió nada. Fueron dos días, el del partido y el del siguiente, inolvidables. El día del partido por el final, los ciento y pico minutos de partido fueron horribles, y qué va a pasar, ahora penaltis, una lotería... y de pronto el loco de la colina, pam, y dónde va este tío...», repasa su hijo, como si aún costara creerse un final tan perfecto.

Un estallido de felicidad que el Real Zaragoza no había experimentado desde Los Magníficos, un éxito europeo que marcaría a toda una generación, que convertiría a ese equipo en el de todos. Después del Parque de los Príncipes había que celebrarlo. «Hubo una cena después en el mismo hotel de concentración, en un salón. Pero esas cosas nunca sabes, siempre tienes la duda. En las finales siempre me preguntaban, qué hacemos luego. Pues cógelo con hilvanes. ¿Preparan algo para comer? Pues que tengan algo que puedan hacer sobre la marcha, ya sabrá el hotel cómo actuar. Y ahí lo mismo, cuando acaba el partido, venga a llamar corriendo para que lo preparen, porque desde que termina hasta que llegas pasa un rato. Fue una celebración típica, los jugadores con sus parejas, mucha alegría, mucho brindis, mucha broma. Esas cosas que te dejan un poso bonito», explica Soláns, señalando la unión entre la plantilla como fundamental para ese y para cualquier éxito.

El 10 de mayo es la fecha, el momento, pero el día 11 es igual de inolvidable para quienes lo vivieron. Zaragoza no ha estado nunca tan feliz. Banderas y bufandas por todas partes, un único tema de conversación, un único motivo de orgullo, unos únicos colores que desembocaron en ese mar que fue la Plaza del Pilar. «Yo estaba en tercera fila en el balcón. Me asomé un momento para ver aquello porque era un espectáculo. Donde sí me puse en primera fila fue en el autobús desde el aeropuerto. No sé si hay algún vídeo pero fue algo que no se puede narrar. El autobús abriéndose camino, la Policía apartando gente, el paseo Independencia invadido, el autobús a tres por hora... hasta la plaza del Pilar. Se me ponen los pelos de punta», repasa Soláns, aún emocionado.

Ese fue el final de un largo viaje que había comenzado antes, mucho antes. En la final perdida de Urío, en el desquite del año siguiente contra el Celta en el Calderón, en la desconocida Bistrita, en el exilio de Valencia, en la batalla contra el Chelsea. «Lo que tengo más grabado es ese día de la eliminatoria del Chelsea, que mi padre se da la vuelta y vuelve con la camiseta encima de la americana, que siempre iba con americana y corbata, y se planta encima la camiseta, levantando los brazos y bajando a la banda. No sé si hasta dio la vuelta con los jugadores en el campo».

Y es que Soláns Serrano no se perdía ninguno. «Él iba a casi todos, salvo que estuviese acatarrado. Aparte de que era una deferencia del propio club de cara al equipo rival, que no era un equipo de la Liga que lo ves cada año en las reuniones de la Liga. Luego eran oportunidades fantásticas de un viaje directo de Zaragoza al destino y siempre había una mañana o un ratito para hacer un poco de turismo. Y luego la tensión del partido y del ambiente previo con el entrenador. Con los jugadores no, porque a mí nunca me ha gustado meterme en esos líos, pero sí transmitir. Sí que venía casi siempre. A veces iba en un vuelo privado, otras con la expedición porque a veces había que ir dos días antes», indica.

UN PRESIDENTE FOROFO / Pasajes que demuestran el carácter de Alfonso Soláns Serrano, un presidente forofo, sin pelos en la lengua, que se ganó el cariño de todos los zaragocistas. «Así es, él era un apasionado y el motivo por el que se metió en la Sociedad Anónima es porque le apasionaba y le gustaba y quería estar. Y afortunadamente los cuatro años, por desgracia no más, fueron fantásticos», apunta su hijo. Él tuvo que aguantar después rayos y truenos en el palco, pero su padre recibió el cariño de la grada.

«Él se sintió querido porque, afortunadamente, conseguimos que viviera esa parte positiva, alegre, en lo negativo no lo dejábamos que participara. Aparte de que fueron cuatro años de grandes éxitos, eso es indiscutible. No sé si ha habido cuatro años consecutivos con tantos éxitos en la historia del club. El primero ya comenzó jugando la final de la Copa», rememora su hijo.

El mismo cariño que sentía de puertas para adentro, de la plantilla, técnicos y demás trabajadores del club, que veían en él una figura entrañable, aunque también era estricto y exigente. Pero lo que le gustaba era el día a día, pisar el césped, el vestuario. «Sí, sí, hablaba con todos, con el masajista, con el entrenador, con los jugadores, se metía en el vestuario... (ríe) Un poco lo revolucionaba todo aquello. Tenía su parte positiva porque todo el mundo lo consideraba como el abuelo y su parte un poco complicada porque a veces entraba y decía, ¡qué juegue fulano! Lo vivía mucho por dentro, con mucha fuerza, muchas ganas».

EL PALCO / Otra cosa, claro, era el palco. «Ahí las directivas están separadas normalmente, al menos en Europa. En el Parque de los Príncipes estábamos separadas. Y ahí se exteriorizan mucho más las alegrías. Allí estuvo con la infanta y con Marichalar, los trataba como si fueran sus hijos. Aquí como estamos juntos un presidente con otro, el alcalde, el presidente de la comunidad o quien sea, pues te aguantas. Cuando acaba el partido y se retira la directiva rival es cuando saltas. O vas al vestuario pegando gritos. Y si se ha perdido, intentando calmar los ánimos», explica Soláns.

Fueron catorce años de momentos inolvidables entre los que sobresale ese 10 de mayo en París que todavía vuelve y vuelve a la memoria de todos. «El negro Cáceres viene alguna vez y me dice, presi, ¿nos subimos al larguero? Ni tú puedes, ni yo puedo subir al larguero, que está muy alto». Esa es la imagen de la felicidad, el paraíso zaragocista. Fernando Cáceres agitando la Recopa al cielo de París desde el larguero, Poyet llorando como un niño, Pardeza con la medalla en la boca, Aragón bebiendo del trofeo, la plantilla ofreciendo el título ante un fondo desbordado, Alfonso Soláns manteado con la Copa de las Copas. Las fotos de un éxito eterno.