Quizás se trate de un problema de herencia genética y la vergüenza sea un sentimiento ajeno a la directiva del Real Zaragoza. Si nadie la tiene en los despachos, lo que sería un tema biológico para estudiar por lo inédito, deberían ir todos a la escuela para aprenderla. Igual que antes a Rubén Baraja, le han entregado de mala gana a Iván Martínez un equipo de retales, y ese trapo confeccionado por la mano de Lalo Arantegui, director deportivo, aprobado por el director general, Luis Carlos Cuartero, y firmado por los responsables de la propiedad deja ver entre sus múltiples agujeros una realidad palmaria: es el más serio aspirante al descenso a Segunda B por dejadez administrativa. No hay por dónde agarrarlo, ni tan siquiera por el asidero de una crisis reversible con el cambio de un técnico o de un sistema. Aparecerá de nuevo el nombre de Víctor Fernández sobre la mesa y quienes apostaban por él golpearán a su puerta. El patetismo de todo lo que está ocurriendo se escribe con mayúsculas. Egos que se entrecruzan, mucha ignorancia gestora e impericia absoluta de cada uno de los protagonistas de esta monstruosidad. No hay dios ni leyenda viva que resucite una plantilla con semejante losa encima. Todo se reduce a alcanzar lo menos herido posible la ventana del mercado de invierno y ejecutar una cirugía agresiva en el vestuario. A ese cruce de caminos, Arantegui y Cuartero no pueden llegar aun con el grueso paraguas que les protege en el caso de rescindir sus contratos. Sin embargo, se necesita que alguien de más vuelo ejecutivo sienta el suficiente bochorno personal para regresar a la decencia deportiva. Aunque sea por egoísmo, por no entrar en la historia la ciudad como promotores de un desastre social que afecta al sentimiento de mucha gente inocente y al tejido económico de la propia capital aragonesa.

El fracaso ya se ha consumado con tan solo 12 jornadas disputadas. No es necesario ni un segundo más. Cualquier excusa en forma de limitación inversora, de lesiones en masa o de rachas es una pérdida de tiempo precioso para atacar decisiones de gran calado. Y las determinaciones importantes solicitan personas cualificadas y valientes. Hasta el momento, se desconoce si esas virtudes sobran o cotizan en un club que flota en la nebulosa, en una institución cuyo rostro en las etapas complicadas es el de los empleados de rango intermedio. La Fundación 1932 acudió al rescate de la entidad en un episodio muy delicado, pero se le ha pasado el arroz. Su credibilidad y sus proyectos se tambalean precisamente por la falta de tino en la delegación de funciones y en la estrechez de su trasparencia. Sigan o no tras el búnker del anonimato en el arbitraje (la exposición pública es su problema), el paso hacia adelante es de obligado cumplimiento. El Real Zaragoza pide una reforma completa, nada de lavados de cara en un banquillo que bien podría ser de Iván Martínez hasta el final para sostener por algún lado la, seguramente, única maniobra con algo de sentido en este carrusel de calamidades consentidas.

Pero Iván Martínez necesita algún grano en el granero, un equipo no un juguete roto sin piezas de recambio. Delegar, como se está haciendo a la fuerza, la responsabilidad en los canteranos es una auténtica insensatez, porque los chicos no están preparados para hacerse cargo de los errores de otros y, además, atenta contra una futura progresión más natural de sus carreras. No es posible que nadie disponga de unos anteojos con suficiente alcance para observar la tragedia que se viene encima y que se ha provocado por desatención colectiva. También resulta increíble que los rectores carezcan de vergüenza, de la que se escucha por los todos los rincones del alma de la afición.