El oficio de defensa ha evolucionado de manera singular con el paso de las generaciones. En su origen y, hasta hace pocas décadas, era un trabajo mayoritariamente para jugadores fuertes, duros, hasta rudos, con poca condescendencia, entrenados en la profesión de destruir. Su primera y casi única tarea era defender. En última instancia, si resultaba necesario, aquella filosofía se podía resumir así: que pase la pelota, pero que no pase el rival. El defensa de élite moderno, el de estos tiempos que vivimos, juega el balón, es el primer eslabón de la cadena de ataque, a veces incluso después del portero, y sobre todo tiene ese segundo de pausa y sosiego en espacios de máximo peligro. No se desentiende del esférico, lo mima y lo entrega al compañero siempre que puede. Por supuesto, también defiende. De otra manera, pero defiende.

En el pasado mercado de enero, al Real Zaragoza llegó Mathieu Peybernes, central francés con bagaje en Segunda División, sin minutos en el Almería, experimentado y de la máxima confianza de Miguel Torrecilla, que lo trajo a España en su etapa en el Sporting. Tardó mucho en entrar en el once de Juan Ignacio Martínez porque su aparición coincidió con el mejor momento de la pareja Francés-Jair. Hasta que el canterano fue sancionado y el central portugués comenzó a errar en acciones decisivas que costaron puntos, Peybernes no se coló en la alineación. El gol al Mirandés en su estreno como titular le favoreció.

Luego ha hecho carrera como imprescindible con un fútbol de defensa de antaño. Serio, seguro, expeditivo, enérgico, bien situado, concentrado e implicado con el equipo. Potenciando esas, sus virtudes, y escondiendo sus defectos, que los tiene. Sin muchos miramientos y alejando el balón del área patadón mediante cuantas veces haga falta. Como toda la vida. Junto a Francés, defensa moderno de presente sólido y futuro esperanzador, está formando una pareja de resultado magnífico.