El abismo nunca estuvo tan cerca. El Real Zaragoza se despeñaba a la velocidad del rayo hacia la nada arrasando con ilusiones y sueños y llevándose por delante la fe de los que se resistían a dejar de creer. El drama era mayúsculo para el séptimo club más laureado de España y para una afición que lloraba amargamente ante el deterioro de ese ser querido que se iba poco a poco. El final parecía inevitable, con un equipo hundido en cuerpo y alma y un club desnortado, carente de autocrítica y en el que las decisiones incomprensibles se acumulaban a la misma velocidad a la que el Zaragoza se marchaba. 

Todo empezó en verano. El club afrontaba la nueva temporada sacudido todavía por el mazazo que supuso quedarse fuera de un ascenso bien ganado antes de la irrupción de la maldita pandemia y bien perdido después, cuando el regreso del fútbol pilló a la entidad más pendiente de subir sin jugar que de jugar para subir. El breve descanso tras la decepción devolvió a un Zaragoza desilusionado y deprimido. Y los mensajes advertían de lo que estaba por venir. «Con este proyecto es imposible pensar que somos favoritos», avisó antes de empezar Lalo Arantegui, que perdería el puesto meses después.

Los despropósitos del entonces director deportivo se sucedían sin descanso. Kagawa seguía en la Ciudad Deportiva a pesar de no contar y el club tuvo que acabar soltando 400.000 euros de su ficha para que desapareciera. El que apareció fue Rubén Baraja, otra vez un técnico de autor. Otra vez una apuesta equivocada para un club que no está para experimentos. El mérito del pucelano, anclado a un 4-4-2 imposible, se limitaba a haberse adaptado bien al covid con el Tenerife. Duró diez partidos. 

El Zaragoza no funcionaba. El playoff ya estaba a siete puntos y el descenso acechaba tanto como los nervios de una afición escocida y harta de estar harta. Lalo, a la desesperada y con la confianza de la cúpula minada, compartió su última bala con Iván Martínez, el técnico del filial que había brillado con el juvenil, pero al que no acompañaron los resultados. Tras ganar un partido de ocho y con el equipo en descenso, fue devuelto al Aragón aunque tuvo que seguir diez días más porque el club no encontraba sustituto. Francho, Francés y Azón, eso sí, fueron su legado. Lalo era historia.

Cuatro días estuvo vacío el puesto de director deportivo. Uno a uno, Pacheta, Víctor Fernández, Paco o Poyet fueron dando plantón a un club perdido. Mientras, la distancia entre el Real Zaragoza y su gente no paraba de crecer. La relación se deterioraba mientras avanzaba una pandemia que ha librado a los próceres de la entidad de pañoladas y dedos acusadores. 

 Nadie esperaba una crisis de tal envergadura pero tampoco la errática gestión de un club al que a veces parece faltarle el corazón. Refugiado en esa absurda discreción de la que hace gala para defenderse de las acusaciones de inacción, el Real Zaragoza trasladaba a su gente una sensación de orfandad tan dura de soportar como difícil de entender, mientras presumía de haberse ganado un voto de confianza.

Sin autocrítica

Esa sensación de cierta soberbia y arrogancia cuando el sufrimiento era tan atroz destrozaba a una afición que exigía autocrítica y transparencia. Una palmada en el hombro. Un hombro donde llorar. Un abrazo. Pero solo se encontró, a cambio, frialdad y un discurso hueco. Incluso cierto reproche por falta de sensibilidad hacia esos que salvaron al equipo de su vida de una muerte segura, algo tan cierto como el grave riesgo que se ha corrido.

Así que el peor Zaragoza de la historia estrenaba su tercer entrenador cuando apenas se habían jugado 18 partidos. La salvación estaba a cuatro puntos y ya habían rodado las cabezas del director deportivo y de su secretario técnico, José Mari Barba, artífices de una plantilla en la que los dos delanteros centros no habían marcado un solo gol y en la que no tenía cabida un internacional sub-21, Enrique Clemente, que fue cedido al Logroñés, un equipo de abajo que acabaría siendo un rival directo. 

La comparación con el plantel de la anterior campaña resultaba odiosa, sobre todo, en ataque, donde, por cierto, seguía Papu, fichaje fetiche de Lalo tres temporadas antes, y al que se le concedió la enésima oportunidad. En invierno ya estaba fuera. No así Larra. Ni el Toro, por el que habrá que pagar penalización. El gran fiasco. Un par de chavales de Segunda B, Bermejo y Chavarría, eran los únicos fichajes que aportaban más allá de Narváez: el gol. 

El diagnóstico de la plantilla emitido por Miguel Torrecilla, el director deportivo elegido para relevar a Lalo, fue mucho más benévolo que el de la opinión pública. Llegaron tres fichajes (Alegría Peybernes y Sanabria) en enero y salieron Nick, Guitián, Raí y Papu. Pero el gran acierto de Torrecilla fue JIM, su entrenador preferido y el gran culpable de que el Zaragoza siga vivo. «Tenemos la obligación moral de sacar al equipo de esta situación», declaró el alicantino nada más llegar.

El Zaragoza, de nuevo, cambiaba el rumbo de golpe y entregaba el timón a un entrenador que llevaba años sin ejercer en España. Su declaración de intenciones fue clara. «Los equipos se hacen fuerte en el aspecto defensivo», advirtió. Y JIM se puso manos a la obra consciente de que la tarea más urgente consistía en rearmar moralmente a un equipo decaído y sin identidad ni líderes. El alicantino lo era y no tardó en dejarlo claro. Cada jugador que pasaba por rueda de prensa ensalzaba el cambio anímico provocado por el nuevo técnico. «En poco tiempo se ha ganado el respeto y la admiración del vestuario con su carácter positivo y su fuerza. Eso habla claramente de lo que significa un entrenador. Ha sido importantísimo», ensalzó Cristian cuando los resultados comenzaban a llegar. 

JIM había dado con la tecla y su diagnóstico no podía ser más certero: ante la desesperante falta de gol del Zaragoza menos realizador de la historia se imponía el orden, la solidaridad, el trabajo defensivo y convertir a La Romareda en un fortín para completar una segunda vuelta de ascenso. Solo eso podía salvar al equipo. El Zaragoza ya no dejaría de crecer. El técnico puso al frente a Zapater, al que muchas voces habían recriminado que siguiera en pie y le exigían que dejara su ficha libre. Y se encomendó a los niños (con Azón tardó más), los otros héroes de esta triste historia.